LAS SUPERISLAS COMO PARADIGMA DE LA INCERTIDUMBRE DE BARCELONA

SERIE SUPERISLAS. Xavier Bru de Sala critica la manera como se ha planificado esta reforma y señala inconvenientes como la dificultad para el comercio de centralidad o la discriminación que generará entre vecinos.

Per Xavier Bru de Sala, escritor.

Que buena parte de las ciudades del siglo XXI no serán como las del siglo XX es obvio. Más difícil es dilucidar cuáles de los modelos de transformación acabarán por triunfar y cuáles supondrán un lastre en este mundo, que ya tenemos encima, de las megàpolis en red y en dura competición. Tan posible es que las pioneras de los cambios radicales tengan que acabar dando marcha atrás de su obsesión para convertir las concentraciones humanas más dinámicas en una mala imitación del bucolismo campesino como que las más reticentes se arrepientan de haber sido demasiado conservadoras. No lo dirá el tiempo sino la evolución, todavía poco previsible, de las tecnologías y las necesidades energéticas, unida a la de las formas de vida que nunca han cambiado siguiendo ningún tipo de pauta predicha o preestablecida.

En este casino planetario es imprescindible apostar, pero en conurbaciones como la de Barcelona conviene distinguir en primer lugar entre las apuestas sobre seguro, como por ejemplo la unificación completa del transporte o la creación de una autoridad y una administración supramunicipal que gestione y planifique el semicírculo que va de Mataró a Vilanova i la Geltrú pasando por Vic, Manresa y Vilafranca del Penedès, y las más arriesgadas. Parece, sin embargo, que estamos invirtiendo los términos, es decir confundiéndolos, y abandonamos por inanición y por pereza de vencer inercias las transformaciones de resultado garantizado mientras nos concentramos en apuestas de riesgo sin advertir que se trata de experimentos sobre los cuales se debe tener siempre a mano tanto el freno como la capacidad de rectificación. Pues no, en vez de advertir de la probable provisionalidad y el carácter de tentativa del proyecto estrella de Barcelona, las superislas se presentan como si ya estuviera todo resuelto y solo faltara acabar las obras de ejecución, no para tocar el cielo con la punta de los dedos sino para ingresar por la puerta grande al sonido de platillos angelicales.

De ambición no falta, está claro. De realismo vamos más bien escasos. Pero sobre todo resulta flagrante la ausencia de reacción, ni a favor ni en contra, de la propia ciudad, sus entidades y asociaciones, como si, tomados de la pasividad y el pasotismo, diera igual cuatro como veinticuatro. Para empezar con una crítica que no se quiere destructiva pero sí alejada de concesiones por reverencia o temor a la autoridad, hay que hacer notar la contradicción más flagrante del plan de las superislas. ¿Como justificaríamos la colosal inversión en el túnel de las Glorias si el objetivo es disminuir el gran volumen de tráfico que solo quiere cruzar la ciudad? Era mucho más barato, y sobre todo coherente, poner un semáforo tres minutos en rojo y veinte segundos en verde y más productivo convertir los últimos kilómetros de la autopista de entrada desde el Maresme, a partir del cruzamiento con las rondas, en un gran parque urbano. Si se quiere una ciudad sin coches, ¿a santo de qué les hemos tenido que facilitar todavía más la entrada?

“Uno de los inconvenientes de las superislas es la sustitución de la igualdad de la trama de Cerdà por la discriminación entre los condenados a vivir en calles con tráfico y contaminación, y los privilegiados que disfrutarán de un jardín delante de casa.”

En la presentación del proyecto de superislas se habla del transporte público como gran alternativa al vehículo privado. En los PowerPoints de difusión se insiste en el hecho de desplazarse a pie. Pues bien mirado, no parece que el futuro a medio plazo se incline hacia la primera fórmula para facilitar la movilidad en el interior de los barrios o entre ellos. Tampoco nada hace augurar que aquel pacífico y contundente esfuerzo de los ciudadanos por desplazarse a pie al trabajo y dejar vacíos los tranvías en la famosa huelga se deba convertir en normativa general por decreto municipal. Sorprende pues, y de manera muy negativa, el destierro de la alternativa real y principal al vehículo de cuatro ruedas, que es el individual de dos ruedas, de manera especial los eléctricos, los más ligeros y plegables que no se deben dejar en la calle. Al revés de París, donde se dieron desde el primer momento todo tipo de facilidades al uso indiscriminado y masivo del patinete eléctrico de alquiler, en Barcelona todo han sido pegas, por no hablar de pura persecución.

La idea de las superislas no es ningún disparate, la forma de planificarla y presentarla, sí. Hacía falta, desde el primer momento y por no esconder el huevo, señalar inconvenientes evidentes como las dificultades que tendrá que sufrir el comercio de centralidad o la sustitución de la igualdad de la trama de Cerdà por la discriminación entre los condenados a vivir en calles con tráfico y contaminación y los privilegiados que disfrutarán de un jardín ante casa o un cruce con las esquinas convertidas en plazas. Más vale un proyecto que la pura inercia, está claro. Pero la forma impositiva, y tal vez transitoria, de las superislas es un grave síntoma de la incertidumbre del presente de Barcelona. El despotismo ilustrado de Pasqual Maragall contaba con unos cuántos requisitos de los cuales prescinde el actual consistorio: liderazgo e interlocución directa del alcalde; colaboradores que se habían ganado el prestigio internacional a pulso; debate público; mirada estratégica con implicación de profesionales de diferentes especialidades; y sobre todo, sobre todo, pasión y confianza. Todavía más, el trabajo de la oposición, más allá de criticar o consensuar en función de cálculos partidistas, es presentar propuestas alternativas. ¿Dónde están? Peor todavía, ¿cómo es que no se hacen presentes los liderazgos alternativos? ¿qué provoca que esté en blanco la nómina de políticos comprometidos con el primero, con el gran activo de todos los catalanes que es la ciudad de Barcelona?

Per Xavier Bru de Sala, escritor.

Que buena parte de las ciudades del siglo XXI no serán como las del siglo XX es obvio. Más difícil es dilucidar cuáles de los modelos de transformación acabarán por triunfar y cuáles supondrán un lastre en este mundo, que ya tenemos encima, de las megàpolis en red y en dura competición. Tan posible es que las pioneras de los cambios radicales tengan que acabar dando marcha atrás de su obsesión para convertir las concentraciones humanas más dinámicas en una mala imitación del bucolismo campesino como que las más reticentes se arrepientan de haber sido demasiado conservadoras. No lo dirá el tiempo sino la evolución, todavía poco previsible, de las tecnologías y las necesidades energéticas, unida a la de las formas de vida que nunca han cambiado siguiendo ningún tipo de pauta predicha o preestablecida.

En este casino planetario es imprescindible apostar, pero en conurbaciones como la de Barcelona conviene distinguir en primer lugar entre las apuestas sobre seguro, como por ejemplo la unificación completa del transporte o la creación de una autoridad y una administración supramunicipal que gestione y planifique el semicírculo que va de Mataró a Vilanova i la Geltrú pasando por Vic, Manresa y Vilafranca del Penedès, y las más arriesgadas. Parece, sin embargo, que estamos invirtiendo los términos, es decir confundiéndolos, y abandonamos por inanición y por pereza de vencer inercias las transformaciones de resultado garantizado mientras nos concentramos en apuestas de riesgo sin advertir que se trata de experimentos sobre los cuales se debe tener siempre a mano tanto el freno como la capacidad de rectificación. Pues no, en vez de advertir de la probable provisionalidad y el carácter de tentativa del proyecto estrella de Barcelona, las superislas se presentan como si ya estuviera todo resuelto y solo faltara acabar las obras de ejecución, no para tocar el cielo con la punta de los dedos sino para ingresar por la puerta grande al sonido de platillos angelicales.

De ambición no falta, está claro. De realismo vamos más bien escasos. Pero sobre todo resulta flagrante la ausencia de reacción, ni a favor ni en contra, de la propia ciudad, sus entidades y asociaciones, como si, tomados de la pasividad y el pasotismo, diera igual cuatro como veinticuatro. Para empezar con una crítica que no se quiere destructiva pero sí alejada de concesiones por reverencia o temor a la autoridad, hay que hacer notar la contradicción más flagrante del plan de las superislas. ¿Como justificaríamos la colosal inversión en el túnel de las Glorias si el objetivo es disminuir el gran volumen de tráfico que solo quiere cruzar la ciudad? Era mucho más barato, y sobre todo coherente, poner un semáforo tres minutos en rojo y veinte segundos en verde y más productivo convertir los últimos kilómetros de la autopista de entrada desde el Maresme, a partir del cruzamiento con las rondas, en un gran parque urbano. Si se quiere una ciudad sin coches, ¿a santo de qué les hemos tenido que facilitar todavía más la entrada?

«Uno de los inconvenientes de las superislas es la sustitución de la igualdad de la trama de Cerdà por la discriminación entre los condenados a vivir en calles con tráfico y contaminación, y los privilegiados que disfrutarán de un jardín delante de casa”

 

 

 

En la presentación del proyecto de superislas se habla del transporte público como gran alternativa al vehículo privado. En los PowerPoints de difusión se insiste en el hecho de desplazarse a pie. Pues bien mirado, no parece que el futuro a medio plazo se incline hacia la primera fórmula para facilitar la movilidad en el interior de los barrios o entre ellos. Tampoco nada hace augurar que aquel pacífico y contundente esfuerzo de los ciudadanos por desplazarse a pie al trabajo y dejar vacíos los tranvías en la famosa huelga se deba convertir en normativa general por decreto municipal. Sorprende pues, y de manera muy negativa, el destierro de la alternativa real y principal al vehículo de cuatro ruedas, que es el individual de dos ruedas, de manera especial los eléctricos, los más ligeros y plegables que no se deben dejar en la calle. Al revés de París, donde se dieron desde el primer momento todo tipo de facilidades al uso indiscriminado y masivo del patinete eléctrico de alquiler, en Barcelona todo han sido pegas, por no hablar de pura persecución.

La idea de las superislas no es ningún disparate, la forma de planificarla y presentarla, sí. Hacía falta, desde el primer momento y por no esconder el huevo, señalar inconvenientes evidentes como las dificultades que tendrá que sufrir el comercio de centralidad o la sustitución de la igualdad de la trama de Cerdà por la discriminación entre los condenados a vivir en calles con tráfico y contaminación y los privilegiados que disfrutarán de un jardín ante casa o un cruce con las esquinas convertidas en plazas. Más vale un proyecto que la pura inercia, está claro. Pero la forma impositiva, y tal vez transitoria, de las superislas es un grave síntoma de la incertidumbre del presente de Barcelona. El despotismo ilustrado de Pasqual Maragall contaba con unos cuántos requisitos de los cuales prescinde el actual consistorio: liderazgo e interlocución directa del alcalde; colaboradores que se habían ganado el prestigio internacional a pulso; debate público; mirada estratégica con implicación de profesionales de diferentes especialidades; y sobre todo, sobre todo, pasión y confianza. Todavía más, el trabajo de la oposición, más allá de criticar o consensuar en función de cálculos partidistas, es presentar propuestas alternativas. ¿Dónde están? Peor todavía, ¿cómo es que no se hacen presentes los liderazgos alternativos? ¿qué provoca que esté en blanco la nómina de políticos comprometidos con el primero, con el gran activo de todos los catalanes que es la ciudad de Barcelona?

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