UNA CASA SIN REJAS

La transformación es inevitable. Desde el pensamiento, la creatividad, el reconocimiento y los espacios compartidos puede construirse una nueva gran Barcelona que exceda sus términos, los límites del conformismo.

Per Emma Riverola, escriptora y dramaturga

“Hay que vivir peligrosamente”, afirmó Mercè Rodoreda entre risas. Tenía 71 años y sumaba un doloroso rosario de pérdidas vitales y espléndidos laureles literarios. La Guerra civil, la Segunda Guerra Mundial y el dolor de múltiples exilios habían modelado una literatura capaz de contener todos los claroscuros de la humanidad en los detalles más ínfimos. Corría 1980 y Rodoreda anunciaba en el programa de entrevistas A fondo (TVE) que había abandonado definitivamente Ginebra para instalarse en Romanyà de la Selva. “En una casa donde puede entrar todo el mundo solo con levantar una persiana, porque no hay verjas ni nada. Es una casa indefensa, y ahí estoy estupendamente bien. Es la libertad, la gran aventura de mi vida. ¡No pienso poner rejas!”, reiteraba con una sonora carcajada ante la mirada alarmada de Joaquín Soler Serrano.
Vivir sin rejas. Abrir las puertas. A pesar de conocer todos los rostros del miedo. ¿Nos atrevemos? Vivimos tiempos de incertidumbre. La pandemia ha hecho más espesa la niebla, pero los interrogantes ya se agolpaban antes del pasado invierno. Nos hallamos ante un cambio de paradigma que va a transformar nuestro modo de trabajar, de relacionarnos, de vivir. Los retos son mayúsculos y nos enfrentamos a ellos sin utopías consumibles, las agotamos todas el siglo pasado. La desigualdad se acrecienta y la cohesión social está amenazada. ‘Flexibilidad’, ‘nomadismo’, ‘globalización’ o ‘deslocalización’ son palabras que se han asentado en el vocabulario económico, mientras ‘fronteras’, ‘límites’ o ‘términos’ constriñen el glosario social. Los desafíos provocan vértigo, y existe la tentación de mirar el pasado con ánimo nostálgico. Pero el ayer ya caducó. Nada de lo ocurrido bajo otras coordenadas temporales sirve como modelo de imitación. A pesar de ello, los resortes que ayudaron a avanzar contienen las claves del progreso posible.

“Las trampas de la desigualdad convierten la convivencia en un polvorín y abre grietas en la democracia.”

Como un organismo vivo, respiración a respiración, latido a latido, Barcelona ha ido habitando nuevos espacios. Con los pies clavados en la ciudad amurallada, supo alzar la mirada. A caballo del siglo XIX y XX se construyó el Eixample y se sumaron los pueblos que se convirtieron en barrios y mantuvieron su alma particular. Son los días de la ‘Oda a Barcelona’ de Jacint Verdaguer, una glosa al pasado, al marco geográfico y al crecimiento tenaz de una ciudad que “entre talleres y fábricas tiene campanarios y agujas como dedos”. Las grandes estrellas internacionales incluían Barcelona en sus giras. En el Paral·lel afloraban los teatros. En el Distrito Quinto, los cafés cantantes. Más teatros en el Paseo de Gracia. La troupe de los Onofri, Loïe Fuller o Raquel Meller. Circo, danza, ópera, flamenco, saltimbanquis, cupletistas, cómicos y transformistas sobre los escenarios. Los espacios crecían, se desdoblaban, se mezclaban, se desgarraban y volvían a zurcirse. La ciudad aún no tenía tomada la medida de sus costuras, solo sabía que era grande.
En el teatro Romea, Àngel Guimerà estrenaba Mar i Cel, amores imposibles entre un pirata musulmán y una joven cristiana. Dos mundos que buscaban el entendimiento. Said, el protagonista, hijo de cristiana y morisco, se dibuja como la personificación del mestizaje. En las calles de Barcelona no había piratas, pero sí una miscelánea de acentos y costumbres. Poco tenían que ver entre sí el obrero de Sant Martí de Provençals, la lavandera de Horta, el murciano llegado para abrir la Via Laietana, el empresario del Eixample, la maestra de Sants o la nodriza gallega, pero todos habitaban los múltiples espacios de la ciudad, en un intercambio inevitable de esfuerzo, voluntad y mirada al porvenir. Mediterráneo, al fin y al cabo. Hoy, no se entendería Barcelona sin la herencia de todos ellos. Sin esa visión compuesta. A veces, dispar. A veces, coincidente. Su legado es la pujanza industrial y el desarrollo creativo que marcaron la ciudad durante décadas.
Pero la Barcelona del siglo XX se queda pequeña ante los desafíos actuales. Como entonces, la ciudad no puede conformarse con las aguas estancadas del ensimismamiento, un simple escaparate sin pulsión transformadora. Basta alzar la mirada. El mundo está aquí, a nuestro alrededor. Con sus complejidades, sus contradicciones, sus conflictos y sus desafíos. Un aluvión de energía recorre las calles propias y adyacentes. No podemos despreciarla ni condenarla al desaliento, la factura sería impagable. Ciudad, ciudadanía, civismo y civilización comparten algo más que un pasado léxico clásico, contienen la base del progreso. Pero también las trampas de la desigualdad, la que convierte la convivencia en un polvorín y abre grietas en la democracia.
La transformación es inevitable. Desde el pensamiento, la creatividad, el reconocimiento y los espacios compartidos puede construirse una nueva gran Barcelona que exceda sus términos, los límites del conformismo. La diversidad siempre es compleja. Porque interpela a nuestro yo, a nuestra esencia, a lo que creemos, a nuestro pasado y a la particular proyección de un futuro. Pero el diálogo es crecimiento. Y pasión. ¿Nos atrevemos? Una casa, una Barcelona sin rejas. Como Rodoreda, la gran aventura de nuestras vidas.

Emma Riverola
Escritora y dramaturga. En mayo estrenará #PuertasAbiertas en el Teatro Romea. Un encuentro en la frontera del miedo y los prejuicios durante la noche de los atentados de París.

Per Emma Riverola, escriptora i dramaturga

“Hay que vivir peligrosamente”, afirmó Mercè Rodoreda entre risas. Tenía 71 años y sumaba un doloroso rosario de pérdidas vitales y espléndidos laureles literarios. La Guerra civil, la Segunda Guerra Mundial y el dolor de múltiples exilios habían modelado una literatura capaz de contener todos los claroscuros de la humanidad en los detalles más ínfimos. Corría 1980 y Rodoreda anunciaba en el programa de entrevistas A fondo (TVE) que había abandonado definitivamente Ginebra para instalarse en Romanyà de la Selva. “En una casa donde puede entrar todo el mundo solo con levantar una persiana, porque no hay verjas ni nada. Es una casa indefensa, y ahí estoy estupendamente bien. Es la libertad, la gran aventura de mi vida. ¡No pienso poner rejas!”, reiteraba con una sonora carcajada ante la mirada alarmada de Joaquín Soler Serrano.
Vivir sin rejas. Abrir las puertas. A pesar de conocer todos los rostros del miedo. ¿Nos atrevemos? Vivimos tiempos de incertidumbre. La pandemia ha hecho más espesa la niebla, pero los interrogantes ya se agolpaban antes del pasado invierno. Nos hallamos ante un cambio de paradigma que va a transformar nuestro modo de trabajar, de relacionarnos, de vivir. Los retos son mayúsculos y nos enfrentamos a ellos sin utopías consumibles, las agotamos todas el siglo pasado. La desigualdad se acrecienta y la cohesión social está amenazada. ‘Flexibilidad’, ‘nomadismo’, ‘globalización’ o ‘deslocalización’ son palabras que se han asentado en el vocabulario económico, mientras ‘fronteras’, ‘límites’ o ‘términos’ constriñen el glosario social. Los desafíos provocan vértigo, y existe la tentación de mirar el pasado con ánimo nostálgico. Pero el ayer ya caducó. Nada de lo ocurrido bajo otras coordenadas temporales sirve como modelo de imitación. A pesar de ello, los resortes que ayudaron a avanzar contienen las claves del progreso posible.

«Las trampas de la desigualdad convierten la convivencia en un polvorín y abre grietas en la democracia.”

 

 

 

Como un organismo vivo, respiración a respiración, latido a latido, Barcelona ha ido habitando nuevos espacios. Con los pies clavados en la ciudad amurallada, supo alzar la mirada. A caballo del siglo XIX y XX se construyó el Eixample y se sumaron los pueblos que se convirtieron en barrios y mantuvieron su alma particular. Son los días de la ‘Oda a Barcelona’ de Jacint Verdaguer, una glosa al pasado, al marco geográfico y al crecimiento tenaz de una ciudad que “entre talleres y fábricas tiene campanarios y agujas como dedos”. Las grandes estrellas internacionales incluían Barcelona en sus giras. En el Paral·lel afloraban los teatros. En el Distrito Quinto, los cafés cantantes. Más teatros en el Paseo de Gracia. La troupe de los Onofri, Loïe Fuller o Raquel Meller. Circo, danza, ópera, flamenco, saltimbanquis, cupletistas, cómicos y transformistas sobre los escenarios. Los espacios crecían, se desdoblaban, se mezclaban, se desgarraban y volvían a zurcirse. La ciudad aún no tenía tomada la medida de sus costuras, solo sabía que era grande.
En el teatro Romea, Àngel Guimerà estrenaba Mar i Cel, amores imposibles entre un pirata musulmán y una joven cristiana. Dos mundos que buscaban el entendimiento. Said, el protagonista, hijo de cristiana y morisco, se dibuja como la personificación del mestizaje. En las calles de Barcelona no había piratas, pero sí una miscelánea de acentos y costumbres. Poco tenían que ver entre sí el obrero de Sant Martí de Provençals, la lavandera de Horta, el murciano llegado para abrir la Via Laietana, el empresario del Eixample, la maestra de Sants o la nodriza gallega, pero todos habitaban los múltiples espacios de la ciudad, en un intercambio inevitable de esfuerzo, voluntad y mirada al porvenir. Mediterráneo, al fin y al cabo. Hoy, no se entendería Barcelona sin la herencia de todos ellos. Sin esa visión compuesta. A veces, dispar. A veces, coincidente. Su legado es la pujanza industrial y el desarrollo creativo que marcaron la ciudad durante décadas.
Pero la Barcelona del siglo XX se queda pequeña ante los desafíos actuales. Como entonces, la ciudad no puede conformarse con las aguas estancadas del ensimismamiento, un simple escaparate sin pulsión transformadora. Basta alzar la mirada. El mundo está aquí, a nuestro alrededor. Con sus complejidades, sus contradicciones, sus conflictos y sus desafíos. Un aluvión de energía recorre las calles propias y adyacentes. No podemos despreciarla ni condenarla al desaliento, la factura sería impagable. Ciudad, ciudadanía, civismo y civilización comparten algo más que un pasado léxico clásico, contienen la base del progreso. Pero también las trampas de la desigualdad, la que convierte la convivencia en un polvorín y abre grietas en la democracia.
La transformación es inevitable. Desde el pensamiento, la creatividad, el reconocimiento y los espacios compartidos puede construirse una nueva gran Barcelona que exceda sus términos, los límites del conformismo. La diversidad siempre es compleja. Porque interpela a nuestro yo, a nuestra esencia, a lo que creemos, a nuestro pasado y a la particular proyección de un futuro. Pero el diálogo es crecimiento. Y pasión. ¿Nos atrevemos? Una casa, una Barcelona sin rejas. Como Rodoreda, la gran aventura de nuestras vidas.

Emma Riverola
Escritora y dramaturga. En mayo estrenará #PuertasAbiertas en el Teatro Romea. Un encuentro en la frontera del miedo y los prejuicios durante la noche de los atentados de París.

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