SERIE SUPERISLAS: REIVINDICACIÓN DEL URBANISMO PLANIFICADO

Rethink Barcelona comienza a partir de ahora una serie de entrevistas y artículos para abordar el programa urbanístico de las superislas. Empezamos con un análisis del periodista y escritor Xavier Casinos, que proyecta una mirada crítica a la manera como se han implementado estos espacios.

Per Xavier Casinos, periodista y escritor.

La implantación de las superislas es la medida estrella del nuevo urbanismo de Barcelona. Vivo junto a la de Sant Antoni y por eso sé que hay opiniones enfrentadas sobre su utilidad. Hay vecinos que las defienden acarnizadamente, y hay que son críticos. Reconozco que estoy con estos últimos, pero no porque rechace el concepto urbanístico de la superisla en sí, sino porque se están impulsando más desde el activismo que desde la planificación.
Hace años, cuando Joan Torres era el regidor responsable de Vía Pública, hacia los 90, me explicó que, antes de tomar medidas que afectaban al tráfico de la ciudad, era necesario hacer un ejercicio de objetivación. Esto quería decir que se debía saber, entre otras cuestiones, a cuántos coches afectaba y estudiar a fondo hacia dónde se redirigía el tráfico para ver si era o no viable desde el punto de vista circulatorio.
Eran otros tiempos. Apenas se empezaba a implementar el uso de la bicicleta y no había todavía suficiente concienciación de la necesidad de luchar contra el cambio climático y la contaminación. Hoy, por suerte, pocos son los negacionistas del combate contra las emisiones contaminantes y es evidente que se deben tomar medidas, especialmente en las ciudades. Pero también es necesario objetivarlas, como me decía Torres, y planificarlas, porque las ciudades son un ecosistema donde se debe velar de forma continuada por los equilibrios entre las diferentes actividades y usos del espacio público.


La superisla de Sant Antoni se articula alrededor del mercado. La calle Borrell es la más afectada, transformada en un tipo de eje semi-peatón desde la Gran Vía hasta el Paralelo con diferentes intensidades y formas. Entre Gran Vía y Manso, es básicamente una superficie de hormigón por la que constantemente circulan coches. Incluso algunos aparcan. A partir de Manso se mantiene el asfalto, pero con una señalización en el suelo confusa y psicodélica de colores en la que predomina el amarillo. De hecho, es habitual que en determinados momentos coincidan en un cruce peatones, coches, patinetes y bicicletas sin saber demasiado quién tiene prioridad sobre quién.
Los cruces de la trama Eixample en esta zona se convierten en una especie de plazas de colores con elementos de mobiliario urbano de apariencia efímera. Durante todo el recorrido, se ha incorporado vegetación. En los tramos de hormigón, mediante amplios parterres, y a partir de Manso, se han puesto jardineras móviles también de colores. En ambos casos, algunas de las especies plantadas no consiguen ni arraigar ni consolidarse. Otras sí.
Por la calle Borrell continúan bajando coches porque no tienen otro remedio, porque hay actividades económicas que precisan operaciones de carga y descarga, y porque a lo largo de su recorrido hay un buen número de aparcamientos privados donde los vecinos guardan su coche. Es evidente que no se pueden sacar todos los coches del Eixample de un día para otro, del mismo modo que es inevitable que se deben reducir. Y es aquí donde encuentro una carencia de planificación, sobre todo cuando las superislas se quieren extender por toda la trama Cerdà. Al menos hoy, sacar coches de algunas calles significa llevarlos a otras y congestionarlas todavía más.

“Se quieren extender las superislas por toda la trama Cerdà pero, al menos hoy, sacar coches de algunas calles significa llevarlos a otros y congestionarlos todavía más.”

Para hacer una operación de limitación de tráfico de gran envergadura es necesario estudiar muy bien cuántos coches se quieren sacar de la calle, cómo y cuándo. Y qué afectación tendrá en la actividad económica de cada zona. Si es para reducir la contaminación o  para ganar espacio público para el peatón. Si se trata básicamente de luchar contra las emisiones contaminantes, ¿sabemos cuál será la penetración del coche eléctrico en los próximos años? Porque sustituir buena parte del parque móvil de vehículos que funcionan con combustibles fósiles por otros eléctricos sí que sería una medida eficaz en la lucha contra la contaminación. La industria del motor ya tiende a orientarse hacia aquí y lo que hace falta ahora es una buena legislación estatal, autonómica y local de acompañamiento que incluya un plan renove con incentivos.
Deyan Sudjic, director del Design Museum de Londres y autor del libro The Language of cities, define la ciudad como un conjunto de artefactos “hechos por el hombre de una complejidad casi infinita”, y añade que, por lo tanto, tiene sus fallas, pero se puede “rediseñar y mejorar”. Es así de sencillo y complicado a la vez. En los últimos dos siglos, el urbanismo de Barcelona ha tenido aciertos y errores. Derrocó las murallas y se extendió con el Plan Cerdà, y aprovechó grandes acontecimientos como por ejemplo las exposiciones de 1888 y 1929, y los Juegos del 1992 para ejecutar grandes transformaciones. Su modelo ha sido elogiado e imitado por todo el mundo. También ha sido ciudad pionera a la hora de reservar calles exclusivamente para peatones. Empezó a principios de los años 70 en Ciutat Vella y se continuó en los barrios históricos.


El urbanismo se debe planficar, pero también valiendo una vez analizada y mesurada su impacto. Si hacer calles para peatones es una de las soluciones a la contaminación, se debe hacer para peatones siempre y cuando sea posible. Cómo se hizo en el Gótico, en San Andreu y al Clot, para citar solo tres barrios. Y si se deben ganar aceras y estrechar los carriles de circulación, como ya se había hecho precisamente en la calle Borrell. Esto es mejor que modelos híbridos. Barcelona debe seguir siendo un referente en su manera de hacer urbanismo.
Algunos de los defensores de la superisla de Sant Antoni argumentan que se debe ruralitzar la ciudad, porque resulta más sano, cosa que da por hecho que la ciudad es insana, y en ésto no estoy de acuerdo. Lo que es malsano es la contaminación. Podríamos añadir que una ciudad equipada con centros de salud salva vidas, mientras que una zona rural con déficit de servicios de emergencia lo tiene bastante más complicado.


Una ciudad nunca está completa del todo. Siempre hay carencia de aparcamientos, de zonas verdes, de equipaciones, de viviendas de alquiler, de papeleras, incluso de vías de circulación para coches. La ciudad es un ser vivo donde se derrocan y se construyen cosas. Está en constante transformación para ser un mejor lugar donde vivir y trabajar, para atraer talento y actividad económica, y donde disfrutar de los mercados, los restaurantes y las equipaciones de ocio. Y se debe poder hacer todo porque es un lugar donde convivir, pero siempre de forma ordenada y planificada. Cómo dice Jane Jacobs, activista del urbanismo humanista, las ciudades se deben cuidar y no traumatizarlas. Y tan traumatizante resulta la presión de los coches como su supresión.

Per Xavier Casinos, periodista y escritor.

La implantación de las superislas es la medida estrella del nuevo urbanismo de Barcelona. Vivo junto a la de Sant Antoni y por eso sé que hay opiniones enfrentadas sobre su utilidad. Hay vecinos que las defienden acarnizadamente, y hay que son críticos. Reconozco que estoy con estos últimos, pero no porque rechace el concepto urbanístico de la superisla en sí, sino porque se están impulsando más desde el activismo que desde la planificación.
Hace años, cuando Joan Torres era el regidor responsable de Vía Pública, hacia los 90, me explicó que, antes de tomar medidas que afectaban al tráfico de la ciudad, era necesario hacer un ejercicio de objetivación. Esto quería decir que se debía saber, entre otras cuestiones, a cuántos coches afectaba y estudiar a fondo hacia dónde se redirigía el tráfico para ver si era o no viable desde el punto de vista circulatorio.
Eran otros tiempos. Apenas se empezaba a implementar el uso de la bicicleta y no había todavía suficiente concienciación de la necesidad de luchar contra el cambio climático y la contaminación. Hoy, por suerte, pocos son los negacionistas del combate contra las emisiones contaminantes y es evidente que se deben tomar medidas, especialmente en las ciudades. Pero también es necesario objetivarlas, como me decía Torres, y planificarlas, porque las ciudades son un ecosistema donde se debe velar de forma continuada por los equilibrios entre las diferentes actividades y usos del espacio público.


La superisla de Sant Antoni se articula alrededor del mercado. La calle Borrell es la más afectada, transformada en un tipo de eje semi-peatón desde la Gran Vía hasta el Paralelo con diferentes intensidades y formas. Entre Gran Vía y Manso, es básicamente una superficie de hormigón por la que constantemente circulan coches. Incluso algunos aparcan. A partir de Manso se mantiene el asfalto, pero con una señalización en el suelo confusa y psicodélica de colores en la que predomina el amarillo. De hecho, es habitual que en determinados momentos coincidan en un cruce peatones, coches, patinetes y bicicletas sin saber demasiado quién tiene prioridad sobre quién.
Los cruces de la trama Eixample en esta zona se convierten en una especie de plazas de colores con elementos de mobiliario urbano de apariencia efímera. Durante todo el recorrido, se ha incorporado vegetación. En los tramos de hormigón, mediante amplios parterres, y a partir de Manso, se han puesto jardineras móviles también de colores. En ambos casos, algunas de las especies plantadas no consiguen ni arraigar ni consolidarse. Otras sí.
Por la calle Borrell continúan bajando coches porque no tienen otro remedio, porque hay actividades económicas que precisan operaciones de carga y descarga, y porque a lo largo de su recorrido hay un buen número de aparcamientos privados donde los vecinos guardan su coche. Es evidente que no se pueden sacar todos los coches del Eixample de un día para otro, del mismo modo que es inevitable que se deben reducir. Y es aquí donde encuentro una carencia de planificación, sobre todo cuando las superislas se quieren extender por toda la trama Cerdà. Al menos hoy, sacar coches de algunas calles significa llevarlos a otras y congestionarlas todavía más.

“Se quieren extender las superislas por toda la trama Cerdà pero, al menos hoy, sacar coches de algunas calles significa llevarlos a otros y congestionarlos todavía más.”

 

 

 

Para hacer una operación de limitación de tráfico de gran envergadura es necesario estudiar muy bien cuántos coches se quieren sacar de la calle, cómo y cuándo. Y qué afectación tendrá en la actividad económica de cada zona. Si es para reducir la contaminación o  para ganar espacio público para el peatón. Si se trata básicamente de luchar contra las emisiones contaminantes, ¿sabemos cuál será la penetración del coche eléctrico en los próximos años? Porque sustituir buena parte del parque móvil de vehículos que funcionan con combustibles fósiles por otros eléctricos sí que sería una medida eficaz en la lucha contra la contaminación. La industria del motor ya tiende a orientarse hacia aquí y lo que hace falta ahora es una buena legislación estatal, autonómica y local de acompañamiento que incluya un plan renove con incentivos.
Deyan Sudjic, director del Design Museum de Londres y autor del libro The Language of cities, define la ciudad como un conjunto de artefactos “hechos por el hombre de una complejidad casi infinita”, y añade que, por lo tanto, tiene sus fallas, pero se puede “rediseñar y mejorar”. Es así de sencillo y complicado a la vez. En los últimos dos siglos, el urbanismo de Barcelona ha tenido aciertos y errores. Derrocó las murallas y se extendió con el Plan Cerdà, y aprovechó grandes acontecimientos como por ejemplo las exposiciones de 1888 y 1929, y los Juegos del 1992 para ejecutar grandes transformaciones. Su modelo ha sido elogiado e imitado por todo el mundo. También ha sido ciudad pionera a la hora de reservar calles exclusivamente para peatones. Empezó a principios de los años 70 en Ciutat Vella y se continuó en los barrios históricos.


El urbanismo se debe planficar, pero también valiendo una vez analizada y mesurada su impacto. Si hacer calles para peatones es una de las soluciones a la contaminación, se debe hacer para peatones siempre y cuando sea posible. Cómo se hizo en el Gótico, en San Andreu y al Clot, para citar solo tres barrios. Y si se deben ganar aceras y estrechar los carriles de circulación, como ya se había hecho precisamente en la calle Borrell. Esto es mejor que modelos híbridos. Barcelona debe seguir siendo un referente en su manera de hacer urbanismo.
Algunos de los defensores de la superisla de Sant Antoni argumentan que se debe ruralitzar la ciudad, porque resulta más sano, cosa que da por hecho que la ciudad es insana, y en ésto no estoy de acuerdo. Lo que es malsano es la contaminación. Podríamos añadir que una ciudad equipada con centros de salud salva vidas, mientras que una zona rural con déficit de servicios de emergencia lo tiene bastante más complicado.


Una ciudad nunca está completa del todo. Siempre hay carencia de aparcamientos, de zonas verdes, de equipaciones, de viviendas de alquiler, de papeleras, incluso de vías de circulación para coches. La ciudad es un ser vivo donde se derrocan y se construyen cosas. Está en constante transformación para ser un mejor lugar donde vivir y trabajar, para atraer talento y actividad económica, y donde disfrutar de los mercados, los restaurantes y las equipaciones de ocio. Y se debe poder hacer todo porque es un lugar donde convivir, pero siempre de forma ordenada y planificada. Cómo dice Jane Jacobs, activista del urbanismo humanista, las ciudades se deben cuidar y no traumatizarlas. Y tan traumatizante resulta la presión de los coches como su supresión.

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