CENTROS Y PERIFERIAS METROPOLITANAS

Desde las elecciones municipales de 1979, se ha ido articulando todo un sistema metropolitano de ciudades que ha actuado para controlar y combatir sus propias periferias urbanas y sociales durante cuarenta años.
Por Rafael Pradas, periodista.

En general, las áreas metropolitanas siguen pautas relativamente parecidas que ayudan a entender su lógica: a partir del crecimiento del casco urbano matriz se produce una progresiva deslocalización de actividades molestas o insalubres hacia los bordes, las periferias, con el desplazamiento consiguiente de la fuerza de trabajo necesaria, pero también de sectores de población acomodada que dejan los centros congestionados para instalarse en nuevas áreas residenciales más confortables. Se configura así una doble periferia urbana (la rica y la pobre) y una expansión imparable de la metrópolis que incorpora a su metabolismo pueblos y ciudades vecinas que acabarán convertidos, muchas veces, en barrios o núcleos de población despersonalizados. El centro histórico se degrada y acoge trabajadores poco cualificados o entra en el camino de la gentrificación.
Sin embargo, los centros y las periferias de Barcelona —utilizo expresamente el plural— tienen rasgos específicos. La realidad metropolitana viene condicionada por la geografía (la ciudad encajada entre los ríos y Collserola) pero también por la política. Barcelona se hace grande con el Plan Cerdà y la agregación de los municipios industriales y residenciales vecinos (Sants, San Andreu, San Martín, Gracia…) entre 1897 y 1921. Emerge como la ciudad más próspera de España de finales del siglo XIX con voluntad de ser metrópolis de dimensión española y europea.
El guion previsible (incorporación otros municipios: Esplugues, Sant Just, San Adrià, Santa Coloma, Moncada, quizás el Hospitalet, Badalona…) hace, sin embargo, un giro importante por razones de estado. Desde la incorporación de Sarriá el 1930 los límites municipales de Barcelona no han variado; la anexión de Sant Adrià de Besòs acordada durante la República no se materializa.
Acabada la guerra civil española, el franquismo estimula el crecimiento de Madrid como gran capital del nuevo régimen, pieza clave de la España radial y centralista, con la anexión de una docena de municipios entre 1948 y 1954; a la vez impide que Barcelona actúe con la misma lógica. Situaciones paralelas: sobre poco más de 600 km, Madrid reúne una población de unos 3.300.000 habitantes, prácticamente la misma del AMB, el área metropolitana pequeña de los 36 municipios y con una superficie parecida. La población de la Comunidad de Madrid equivale, más o menos, a la de la región metropolitana de Barcelona.
El veto del franquismo al crecimiento de Barcelona intermediando la agregación de otras poblaciones ha tenido, no obstante, un efecto que se debe considerar positivo: impide la suburbalització de gran parte del territorio a pesar de la especulación del suelo y el desbarajuste urbanístico vividos entre 1950 y 1980 cuando el área barcelonesa recibe más de millón y medio de nuevos habitantes, procedentes de la inmigración. Una tercera parte, aproximadamente, se instala en el término de Barcelona y más de un millón en los municipios vecinos.

“Las periferias metropolitanas no son homogéneas como evidencian los indicadores de renta. La diversidad de situaciones se explica en función del tejido económico, la estructura social y cultural previas y posteriores a los grandes cambios poblacionales.”

Obviamente, es en este marco donde se deben resolver los graves problemas asociados al crecimiento de Barcelona: ubicación de servicios urbanos molestos (vertederos, generación de energía) traslado de industrias peligrosas y/o nocivas (litoral norte, delta, Baix Llobregat) y asentamiento de la nueva mano de obra, especialmente en grandes polígonos de vivienda, como los de Bellvitge, Cornellà, el Prat o Badalona. Ámbitos desestructurados en poblaciones que no pueden asimilar las nuevas cargas. El caso paradigmático lo constituye Ciudad Badia, hoy Badia del Vallès, cabalgando entre Cerdanyola, Barberà y Sabadell. Periferia metropolitana en estado puro.
Esta realidad —no haber fagocitado la ciudad compacta y próxima— ha estimulado la articulación de un sistema metropolitano de ciudades que a lo largo de 40 años, desde las elecciones municipales de 1979, ha actuado para controlar y combatir sus propias periferias urbanas y sociales. La transformación de Bellvitge en el Hospitalet, del distrito de nuevo Barrios de Barcelona o de los entornos del río Besòs en Santa Coloma ilustran esta política. El ejemplo de Madrid es útil para corroborar cómo se ha hecho de la necesidad virtud: una situación como el poblado de la Cañada Real no se encuentra, por fortuna, en el ámbito barcelonés.
Está claro que las periferias metropolitanas no son homogéneas tal como evidencian los indicadores de renta. La diversidad de situaciones se explica en función del tejido económico, la estructura social y cultural previas y posteriores a los grandes cambios poblacionales, por la situación en el territorio, las comunicaciones, los entornos. Admitida esta realidad, está claro el acierto de las dinámicas locales que, en términos generales, se han producido en poblaciones tan diferentes como El Hospitalet de Llobregat, Sant Cugat del Vallès, Santa Coloma de Gramenet, el Prat, Cerdanyola o Viladecans. Cómo es el caso, en otro plan, de Vilanova, Terrassa, Sabadell, Granollers, Mataró. Hoy tenemos más ciudad y menos periferia de lo que se podía esperar.
En conjunto, es una lección de la capacidad de diálogo y concertación del municipalismo organizado (ayuntamientos, diputación y organismos metropolitanos), sin ningunear, ni mucho menos, el papel de otras instituciones, de las organizaciones sociales y económicas y de un amplio y a menudo difuso tejido colectivo. Y una constatación sobre el poder local: cualquier propuesta de futuro para la región metropolitana tendrá que tener en cuenta las ciudades; no solo los ayuntamientos.
Al reto de la Gran Barcelona de combatir las periferias sociales, de generar oportunidades educacionales, laborales, de movilidad, de capacidad de inclusión, se añade la necesidad de prestar atención también a la existencia de las periferias residenciales de carácter extensivo en el interior de la región metropolitana, engendradas a partir de los años noventa por la demanda de vivienda asequible y en muchas ocasiones de mejores condiciones de vida. Sabemos que desde el punto de vista de la sostenibilidad, del uso del territorio y de la movilidad no son una buena opción, pero la realidad hay que gestionarla tal como es.

Por Rafael Pradas, periodista.

En general, las áreas metropolitanas siguen pautas relativamente parecidas que ayudan a entender su lógica: a partir del crecimiento del casco urbano matriz se produce una progresiva deslocalización de actividades molestas o insalubres hacia los bordes, las periferias, con el desplazamiento consiguiente de la fuerza de trabajo necesaria, pero también de sectores de población acomodada que dejan los centros congestionados para instalarse en nuevas áreas residenciales más confortables. Se configura así una doble periferia urbana (la rica y la pobre) y una expansión imparable de la metrópolis que incorpora a su metabolismo pueblos y ciudades vecinas que acabarán convertidos, muchas veces, en barrios o núcleos de población despersonalizados. El centro histórico se degrada y acoge trabajadores poco cualificados o entra en el camino de la gentrificación.
Sin embargo, los centros y las periferias de Barcelona —utilizo expresamente el plural— tienen rasgos específicos. La realidad metropolitana viene condicionada por la geografía (la ciudad encajada entre los ríos y Collserola) pero también por la política. Barcelona se hace grande con el Plan Cerdà y la agregación de los municipios industriales y residenciales vecinos (Sants, San Andreu, San Martín, Gracia…) entre 1897 y 1921. Emerge como la ciudad más próspera de España de finales del siglo XIX con voluntad de ser metrópolis de dimensión española y europea.
El guion previsible (incorporación otros municipios: Esplugues, Sant Just, San Adrià, Santa Coloma, Moncada, quizás el Hospitalet, Badalona…) hace, sin embargo, un giro importante por razones de estado. Desde la incorporación de Sarriá el 1930 los límites municipales de Barcelona no han variado; la anexión de Sant Adrià de Besòs acordada durante la República no se materializa.
Acabada la guerra civil española, el franquismo estimula el crecimiento de Madrid como gran capital del nuevo régimen, pieza clave de la España radial y centralista, con la anexión de una docena de municipios entre 1948 y 1954; a la vez impide que Barcelona actúe con la misma lógica. Situaciones paralelas: sobre poco más de 600 km, Madrid reúne una población de unos 3.300.000 habitantes, prácticamente la misma del AMB, el área metropolitana pequeña de los 36 municipios y con una superficie parecida. La población de la Comunidad de Madrid equivale, más o menos, a la de la región metropolitana de Barcelona.
El veto del franquismo al crecimiento de Barcelona intermediando la agregación de otras poblaciones ha tenido, no obstante, un efecto que se debe considerar positivo: impide la suburbalització de gran parte del territorio a pesar de la especulación del suelo y el desbarajuste urbanístico vividos entre 1950 y 1980 cuando el área barcelonesa recibe más de millón y medio de nuevos habitantes, procedentes de la inmigración. Una tercera parte, aproximadamente, se instala en el término de Barcelona y más de un millón en los municipios vecinos.

«Las periferias metropolitanas no son homogéneas como evidencian los indicadores de renta. La diversidad de situaciones se explica en función del tejido económico, la estructura social y cultural previas y posteriores a los grandes cambios poblacionales.”

 

 

 

Obviamente, es en este marco donde se deben resolver los graves problemas asociados al crecimiento de Barcelona: ubicación de servicios urbanos molestos (vertederos, generación de energía) traslado de industrias peligrosas y/o nocivas (litoral norte, delta, Baix Llobregat) y asentamiento de la nueva mano de obra, especialmente en grandes polígonos de vivienda, como los de Bellvitge, Cornellà, el Prat o Badalona. Ámbitos desestructurados en poblaciones que no pueden asimilar las nuevas cargas. El caso paradigmático lo constituye Ciudad Badia, hoy Badia del Vallès, cabalgando entre Cerdanyola, Barberà y Sabadell. Periferia metropolitana en estado puro.
Esta realidad —no haber fagocitado la ciudad compacta y próxima— ha estimulado la articulación de un sistema metropolitano de ciudades que a lo largo de 40 años, desde las elecciones municipales de 1979, ha actuado para controlar y combatir sus propias periferias urbanas y sociales. La transformación de Bellvitge en el Hospitalet, del distrito de nuevo Barrios de Barcelona o de los entornos del río Besòs en Santa Coloma ilustran esta política. El ejemplo de Madrid es útil para corroborar cómo se ha hecho de la necesidad virtud: una situación como el poblado de la Cañada Real no se encuentra, por fortuna, en el ámbito barcelonés.
Está claro que las periferias metropolitanas no son homogéneas tal como evidencian los indicadores de renta. La diversidad de situaciones se explica en función del tejido económico, la estructura social y cultural previas y posteriores a los grandes cambios poblacionales, por la situación en el territorio, las comunicaciones, los entornos. Admitida esta realidad, está claro el acierto de las dinámicas locales que, en términos generales, se han producido en poblaciones tan diferentes como El Hospitalet de Llobregat, Sant Cugat del Vallès, Santa Coloma de Gramenet, el Prat, Cerdanyola o Viladecans. Cómo es el caso, en otro plan, de Vilanova, Terrassa, Sabadell, Granollers, Mataró. Hoy tenemos más ciudad y menos periferia de lo que se podía esperar.
En conjunto, es una lección de la capacidad de diálogo y concertación del municipalismo organizado (ayuntamientos, diputación y organismos metropolitanos), sin ningunear, ni mucho menos, el papel de otras instituciones, de las organizaciones sociales y económicas y de un amplio y a menudo difuso tejido colectivo. Y una constatación sobre el poder local: cualquier propuesta de futuro para la región metropolitana tendrá que tener en cuenta las ciudades; no solo los ayuntamientos.
Al reto de la Gran Barcelona de combatir las periferias sociales, de generar oportunidades educacionales, laborales, de movilidad, de capacidad de inclusión, se añade la necesidad de prestar atención también a la existencia de las periferias residenciales de carácter extensivo en el interior de la región metropolitana, engendradas a partir de los años noventa por la demanda de vivienda asequible y en muchas ocasiones de mejores condiciones de vida. Sabemos que desde el punto de vista de la sostenibilidad, del uso del territorio y de la movilidad no son una buena opción, pero la realidad hay que gestionarla tal como es.

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