EL ESTRÉS TERRITORIAL E INSTITUCIONAL DE CATALUÑA Y EL HECHO REGIONAL METROPOLITANO DE BARCELONA

Joan Ridao defiende que el AMB merece un impulso y una revisión que –superando viejas y antagónicas inercias políticas– contribuya a articular mejor Barcelona con su área y la dote de una renovada gobernanza.

Por Joan Ridao, Profesor de Derecho Constitucional (UB) y director del Institut d’Estudis de l’Autogovern.

Primera providència: Hay que retomar la cuestión pendiente de la organización territorial y administrativa interna de Cataluña.

Cataluña ha intentado varias veces disponer de una organización regional propia para superar el esquema ochocentista de las diputaciones provinciales y de racionalizar un mapa institucional en el que todavía se superponen hasta siete niveles administrativos. La praxis del Estatuto de 1979 evidenció al cabo de poco tiempo que el panorama en materia de organización territorial y de régimen local sería complejo, porque la Generalitat no disponía del mismo margen de decisión política que en el 1932 y por la intangibilidad constitucional de las diputaciones provinciales, al margen del caso de las comunidades autónomas uniprovinciales. Esto último es relevante porque aunque las leyes territoriales de 1987 llegaron a plantear la conversión de Cataluña en provincia única, esto se acabó descartando porque el Principado habría perdido representación institucional en las elecciones generales, pero sobre todo porque la Generalitat se hubiera convertido en un ente demasiado poderoso sin el contrapoder provincial.

La sentencia del Estatuto de 2010 desactivó aun así el intento de superar este corsé y de poner en marcha las «vegueries», pues el régimen local no figura en la Constitución como competencia exclusiva del Estado y las competencias exclusivas del Estado que tienen incidencia (el régimen jurídico de las administraciones, la Hacienda general o el régimen electoral general) no son específicas del ámbito local. Pero el TC impidió este último intento de «interiorizar» la organización territorial en favor de la Generalitat y de adecuar la planta administrativa. Este aspecto fue una de las víctimas colaterales de la hostilidad con qué fue recibido el Estatuto, pues la jurisprudencia constitucional había avalado esta posibilidad al admitir la presencia de regímenes singulares como las comarcas, evocando incluso los rasgos históricos de la organización territorial anterior a la Nueva Planta de 1716. Además, el Estatuto no cayó en el error de no suprimir los consejos comarcales, por presiones políticas de quienes ostentaban la hegemonía en este ámbito entonces. La supresión reciente del Consejo del barcelonès ha sido una sabia decisión que se debería extender a todos aquellos entes que actúan en ámbitos densamente poblados.

En cuanto a las áreas metropolitanas, a pesar de que la Constitución (CE) no reconoce expresamente esta figura, pero el art. 141.3 prevé que «se podrán crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia», y el art. 152.3 CE que «los Estatutos podrán establecer circunscripciones territoriales propias que disfrutarán de plena personalidad jurídica mediante la agrupación de municipios limítrofes». Y esto nos proporciona la ventaja que estos potenciales nos locales no están dotados de la garantía constitucional de la provincia –y por tanto son potestativos–, y que una ley del Parlamento puede regular los órganos de gobierno, el régimen económico, los servicios y obras a prestar. Con todo, el problema es que la regulación de estos nos debe respetar las Leyes de Bases de Régimen Local, que los prevé expresamente (art. 43). Y esto, no hay que decir, es siempre una fuente potencial de conflictos.

Segunda providencia: Repensar la región metropolitana de Barcelona

No cabe duda de que la ciudad de Barcelona configura, con los municipios situados en su zona de influencia inmediata, un fenómeno urbano de enorme importancia demográfica, social, cultural y económica, que requiere que se planteen en este nivel muchas de las funciones típicas de los ayuntamientos que lo integran, a parte que se aborden —también desde una perspectiva singular— las funciones de la Generalitat o del mismo Estado. Esto hizo precisamente que durante años se planteara periódicamente el debate sobre el reconocimiento jurídico e institucional de este ámbito, con voluntad de prestar servicios y resolver los problemas de alcance supramunicipal como el urbanismo, los transportes, las aguas o las infraestructuras.

Como es sabido, durante el franquismo (1974) se creó la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), integrada por veintisiete municipios, con competencias en los ámbitos encima citados y con condición de entidad local de carácter territorial. Hasta su polémica desaparición el 1987, la CMB se convirtió en un importante ente planificador y prestamista de prácticamente todos los servicios supramunicipales. A partir de aquí, la historia es bien conocida. La Ley 7/1987, en el contexto de la regulación general de la organización territorial de Cataluña, la suprimió a favor de dos entidades funcionales y no territoriales especializadas: la Entidad Metropolitana del Transporte (18 municipios), y la Entidad Metropolitana de Servicios Hidráulicos y de Tratamiento de Residuos (33 municipios). Las competencias urbanísticas pasaron en manos de la Generalitat, y las restantes fueron redistribuidas entre los municipios y las comarcas afectadas.

“El AMB es un gran poder político y económico aunque aparezca revestido de órgano de mera gestión.”

El año 1988, como réplica, Barcelona y veintitrés municipios más de su entorno constituyeron voluntariamente la Mancomunidad de Municipios del área Metropolitana de Barcelona. El contencioso político se extendió hasta el momento de aprobarse el nuevo Estatuto. Este, que no menciona expresamente el hecho metropolitano de Barcelona, sí prevé que «los otros entes locales supramunicipales se fundamentan en la voluntad de colaboración y asociación de los municipios y en el reconocimiento de las áreas metropolitanas» (art. 93), y añade que «la creación, la modificación y la supresión, y también el establecimiento del régimen jurídico de estos, son regulados por una ley del Parlamento». Finalmente, con esta habilitación, se aprobó la Ley 31/2010, del 3 de agosto, del área Metropolitana de Barcelona (LAMB), pocos días después de la desastrosa sentencia del Estatuto.

El resultado global es aun así desalentador. Como consecuencia de la rigidez del TC y de la no puesta en práctica de la división regional, hoy, en la provincia de Barcelona, las instituciones supramunicipales son la Diputación, la AMB, la Autoridad del Transporte Metropolitano –organismo donde el AMB comparte Consejo de Administración con la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona y que gestiona un voluminoso presupuesto– y los consejos comarcales. Es claro que el hecho metropolitano no se resolverá de forma coherente si no se resuelve el problema de la regionalización de todo el país. Solo hay que pensar en la situación a que puede llegar si se crea –como algunos plantean– un ente más en forma de Región de Barcelona, siguiendo el esquema delimitado por las sucesivas coronas. Tendríamos la capital con ley propia (Carta Municipal), la AMB, la Región de nueva creación, la Diputación y la Generalitat. A parte, la regionalización tendría que coincidir con el sistema de representación en el Parlamento y actualmente no disponemos todavía de ley electoral.

Tercera providencia: Revisar la gobernanza y el sistema de toma de decisiones del AMB en nombre de la transparencia y la participación política

El AMB es la gran desconocida de las administraciones, a pesar de actuar sobre 36 municipios y unos tres millones de personas, manejar un presupuesto similar al de la Diputación de Barcelona, y disponer de 500 funcionarios, 50 empresas o entes subsidiarios y de competencias en urbanismo, residuos, agua y transportes. En este desconocimiento tiene mucho que ver su configuración a la LAMB y el Reglamento orgánico metropolitano (2013) como ente supralocal de segundo grado, en que sus miembros –como los de las diputaciones– no son elegidos directamente y no está sometido a mecanismos de control tan evidentes como en otras administraciones. Esto se ve reflejado en la composición del Consejo Metropolitano como órgano rector y en la potente estructura gerencial existente.

Por otro lado, el AMB es un grande poder político y económico aunque aparezca revestido de órgano de mera gestión. No en vano el AMB tiene influencia o participación totalmente o parcial en una red de 50 empresas, consorcios y organismos diversos. Sus filiales más grandes y conocidas son Transportes Metropolitanos de Barcelona (TMB), el Instituto Metropolitano del Taxi, varias empresas de saneamiento y residuos (EMSSA y TERSA), el Instituto Metropolitano de Promoción del Suelo y Gestión Patrimonial (Impsol), el Consorcio del Parque de Collserola, y los think tanks metropolitanos Barcelona Regional y Plan Estratégico Metropolitano (PEMB), por poner solo algunos ejemplos. En este marco, no cabe decir que se han tomado decisiones relevantes los últimos años: la gestión del canon del agua, las políticas de aumento tarifario del transporte público o las múltiples iniciativas de revisión del planeamiento urbanístico metropolitano (PGM), vigente desde la época porciolista (1976) –y remendado más de un millar a veces–, la clave de vuelta de la importancia del poder decisional actual del AMB, pues de sus determinaciones dependen las plusvalías de suelo, con todo lo que esto comporta. Ahora bien, siendo esto importante, el AMB merece un impulso y una revisión que –superando viejas y antagónicas inercias políticas– contribuya a articular mejor Barcelona con su área, la dote de una renovada gobernanza, y contribuya a la creación de una potente infraestructura urbana y metropolitana de proyección internacional, además de participar activamente en la construcción de redes globales de grandes territorios metropolitanos.

Por Joan Ridao, Profesor de Derecho Constitucional (UB) y director del Institut d’Estudis de l’Autogovern.

Primera providència: Hay que retomar la cuestión pendiente de la organización territorial y administrativa interna de Cataluña.

Cataluña ha intentado varias veces disponer de una organización regional propia para superar el esquema ochocentista de las diputaciones provinciales y de racionalizar un mapa institucional en el que todavía se superponen hasta siete niveles administrativos. La praxis del Estatuto de 1979 evidenció al cabo de poco tiempo que el panorama en materia de organización territorial y de régimen local sería complejo, porque la Generalitat no disponía del mismo margen de decisión política que en el 1932 y por la intangibilidad constitucional de las diputaciones provinciales, al margen del caso de las comunidades autónomas uniprovinciales. Esto último es relevante porque aunque las leyes territoriales de 1987 llegaron a plantear la conversión de Cataluña en provincia única, esto se acabó descartando porque el Principado habría perdido representación institucional en las elecciones generales, pero sobre todo porque la Generalitat se hubiera convertido en un ente demasiado poderoso sin el contrapoder provincial.

La sentencia del Estatuto de 2010 desactivó aun así el intento de superar este corsé y de poner en marcha las «vegueries», pues el régimen local no figura en la Constitución como competencia exclusiva del Estado y las competencias exclusivas del Estado que tienen incidencia (el régimen jurídico de las administraciones, la Hacienda general o el régimen electoral general) no son específicas del ámbito local. Pero el TC impidió este último intento de «interiorizar» la organización territorial en favor de la Generalitat y de adecuar la planta administrativa. Este aspecto fue una de las víctimas colaterales de la hostilidad con qué fue recibido el Estatuto, pues la jurisprudencia constitucional había avalado esta posibilidad al admitir la presencia de regímenes singulares como las comarcas, evocando incluso los rasgos históricos de la organización territorial anterior a la Nueva Planta de 1716. Además, el Estatuto no cayó en el error de no suprimir los consejos comarcales, por presiones políticas de quienes ostentaban la hegemonía en este ámbito entonces. La supresión reciente del Consejo del barcelonès ha sido una sabia decisión que se debería extender a todos aquellos entes que actúan en ámbitos densamente poblados.

En cuanto a las áreas metropolitanas, a pesar de que la Constitución (CE) no reconoce expresamente esta figura, pero el art. 141.3 prevé que «se podrán crear agrupaciones de municipios diferentes de la provincia», y el art. 152.3 CE que «los Estatutos podrán establecer circunscripciones territoriales propias que disfrutarán de plena personalidad jurídica mediante la agrupación de municipios limítrofes». Y esto nos proporciona la ventaja que estos potenciales nos locales no están dotados de la garantía constitucional de la provincia –y por tanto son potestativos–, y que una ley del Parlamento puede regular los órganos de gobierno, el régimen económico, los servicios y obras a prestar. Con todo, el problema es que la regulación de estos nos debe respetar las Leyes de Bases de Régimen Local, que los prevé expresamente (art. 43). Y esto, no hay que decir, es siempre una fuente potencial de conflictos.

Segunda providencia: Repensar la región metropolitana de Barcelona

No cabe duda de que la ciudad de Barcelona configura, con los municipios situados en su zona de influencia inmediata, un fenómeno urbano de enorme importancia demográfica, social, cultural y económica, que requiere que se planteen en este nivel muchas de las funciones típicas de los ayuntamientos que lo integran, a parte que se aborden —también desde una perspectiva singular— las funciones de la Generalitat o del mismo Estado. Esto hizo precisamente que durante años se planteara periódicamente el debate sobre el reconocimiento jurídico e institucional de este ámbito, con voluntad de prestar servicios y resolver los problemas de alcance supramunicipal como el urbanismo, los transportes, las aguas o las infraestructuras.

Como es sabido, durante el franquismo (1974) se creó la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), integrada por veintisiete municipios, con competencias en los ámbitos encima citados y con condición de entidad local de carácter territorial. Hasta su polémica desaparición el 1987, la CMB se convirtió en un importante ente planificador y prestamista de prácticamente todos los servicios supramunicipales. A partir de aquí, la historia es bien conocida. La Ley 7/1987, en el contexto de la regulación general de la organización territorial de Cataluña, la suprimió a favor de dos entidades funcionales y no territoriales especializadas: la Entidad Metropolitana del Transporte (18 municipios), y la Entidad Metropolitana de Servicios Hidráulicos y de Tratamiento de Residuos (33 municipios). Las competencias urbanísticas pasaron en manos de la Generalitat, y las restantes fueron redistribuidas entre los municipios y las comarcas afectadas.

» El AMB es un gran poder político y económico aunque aparezca revestido de órgano de mera gestión.”

 

 

 

El año 1988, como réplica, Barcelona y veintitrés municipios más de su entorno constituyeron voluntariamente la Mancomunidad de Municipios del área Metropolitana de Barcelona. El contencioso político se extendió hasta el momento de aprobarse el nuevo Estatuto. Este, que no menciona expresamente el hecho metropolitano de Barcelona, sí prevé que «los otros entes locales supramunicipales se fundamentan en la voluntad de colaboración y asociación de los municipios y en el reconocimiento de las áreas metropolitanas» (art. 93), y añade que «la creación, la modificación y la supresión, y también el establecimiento del régimen jurídico de estos, son regulados por una ley del Parlamento». Finalmente, con esta habilitación, se aprobó la Ley 31/2010, del 3 de agosto, del área Metropolitana de Barcelona (LAMB), pocos días después de la desastrosa sentencia del Estatuto.

El resultado global es aun así desalentador. Como consecuencia de la rigidez del TC y de la no puesta en práctica de la división regional, hoy, en la provincia de Barcelona, las instituciones supramunicipales son la Diputación, la AMB, la Autoridad del Transporte Metropolitano –organismo donde el AMB comparte Consejo de Administración con la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona y que gestiona un voluminoso presupuesto– y los consejos comarcales. Es claro que el hecho metropolitano no se resolverá de forma coherente si no se resuelve el problema de la regionalización de todo el país. Solo hay que pensar en la situación a que puede llegar si se crea –como algunos plantean– un ente más en forma de Región de Barcelona, siguiendo el esquema delimitado por las sucesivas coronas. Tendríamos la capital con ley propia (Carta Municipal), la AMB, la Región de nueva creación, la Diputación y la Generalitat. A parte, la regionalización tendría que coincidir con el sistema de representación en el Parlamento y actualmente no disponemos todavía de ley electoral.

Tercera providencia: Revisar la gobernanza y el sistema de toma de decisiones del AMB en nombre de la transparencia y la participación política

El AMB es la gran desconocida de las administraciones, a pesar de actuar sobre 36 municipios y unos tres millones de personas, manejar un presupuesto similar al de la Diputación de Barcelona, y disponer de 500 funcionarios, 50 empresas o entes subsidiarios y de competencias en urbanismo, residuos, agua y transportes. En este desconocimiento tiene mucho que ver su configuración a la LAMB y el Reglamento orgánico metropolitano (2013) como ente supralocal de segundo grado, en que sus miembros –como los de las diputaciones– no son elegidos directamente y no está sometido a mecanismos de control tan evidentes como en otras administraciones. Esto se ve reflejado en la composición del Consejo Metropolitano como órgano rector y en la potente estructura gerencial existente.

Por otro lado, el AMB es un grande poder político y económico aunque aparezca revestido de órgano de mera gestión. No en vano el AMB tiene influencia o participación totalmente o parcial en una red de 50 empresas, consorcios y organismos diversos. Sus filiales más grandes y conocidas son Transportes Metropolitanos de Barcelona (TMB), el Instituto Metropolitano del Taxi, varias empresas de saneamiento y residuos (EMSSA y TERSA), el Instituto Metropolitano de Promoción del Suelo y Gestión Patrimonial (Impsol), el Consorcio del Parque de Collserola, y los think tanks metropolitanos Barcelona Regional y Plan Estratégico Metropolitano (PEMB), por poner solo algunos ejemplos. En este marco, no cabe decir que se han tomado decisiones relevantes los últimos años: la gestión del canon del agua, las políticas de aumento tarifario del transporte público o las múltiples iniciativas de revisión del planeamiento urbanístico metropolitano (PGM), vigente desde la época porciolista (1976) –y remendado más de un millar a veces–, la clave de vuelta de la importancia del poder decisional actual del AMB, pues de sus determinaciones dependen las plusvalías de suelo, con todo lo que esto comporta. Ahora bien, siendo esto importante, el AMB merece un impulso y una revisión que –superando viejas y antagónicas inercias políticas– contribuya a articular mejor Barcelona con su área, la dote de una renovada gobernanza, y contribuya a la creación de una potente infraestructura urbana y metropolitana de proyección internacional, además de participar activamente en la construcción de redes globales de grandes territorios metropolitanos.

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