COP 26, GLASGOW, BARCELONA, PUNTO Y SEGUIDO

Lluís Boada reflexiona sobre la 26ena Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP) y la continuidad de los retos que ha planteado

Por Lluís Boada, Doctor en Ciencias Económicas y en Humanidades, experto en Medio Ambiente.

La 26ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP) celebrada recientemente en Glasgow no ha dejado en los participantes y en la opinión pública un buen sabor de boca. Probablemente la realidad sobre los resultados de la misma se encuentra entre el “bla, bla, bla” con que los liquidó Greta Thunberg y los histriónicos saltitos sin red con los que les saludó el anfitrión Boris Johnson. Decir que se encuentran entre estas dos posiciones no significa que se encuentren en el punto medio, pero no es el objetivo de este artículo valorar concretamente las resoluciones adoptadas en Glasgow.

Lo que se quiere remarcar es la importancia de la continuidad: que se haya llegado al número 26 de las COP y no se haya puesto en cuestión la necesidad de seguir celebrándolas periódicamente. Porque lo que está en juego exige un cambio tan amplio y profundo que sólo puede producirse por la relación dialéctica entre el cambio de políticas y el cambio de mentalidades, y eso, además de determinación, que flaquea, requiere tiempo.

Esta afirmación puede sostenerse legítimamente desde Barcelona porque la ciudad tiene la perspectiva que da haber estado ya presente en la Cumbre de la Tierra del año 1992, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Río de Janeiro, evento extraordinario que generó una multitud de iniciativas. Por ejemplo, sin aquella Cumbre de la Tierra difícilmente hubiera tenido lugar en Berlín en 1995 la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, inaugurando una serie cuyos dos últimos capítulos han tenido lugar en Madrid en otoño de 2019 y ahora en Glasgow.

En el plano local, Barcelona fue pionera en la aplicación de los acuerdos allí adoptados mediante la consideración del Medio Ambiente como una cuestión de política general del Ayuntamiento, lo que se tradujo en los Programas de actuación por una política medioambiental en Barcelona aprobados formalmente en 1994, después de un importante e innovador proceso participativo. El documento programático se publicó en catalán, castellano e inglés, significando la capacidad de influencia y la voluntad de apertura al mundo de aquellas políticas. Concretamente, en lo que respecta al tema que nos ocupa, la ciudad se había adherido desde el año 1993 a la campaña Ciudades por la Protección del Clima, a la que también se incorporó la Diputación de Barcelona, ambientalmente muy activa ya en ese período.

Desde las reuniones de ciudades previas a la Cumbre de Río de Janeiro del año 1992, la lucha de los ayuntamientos por hacerse un hueco en las Conferencias de temática medioambiental de las Naciones Unidas ha sido ardua. De hecho, no se ha conseguido superar el carácter predominantemente paralelo de su presencia respecto al foro central de las naciones. Sin embargo, hay que celebrar como fruto de la continuidad que aquí se pone en valor y como un paso adelante, que la alcaldesa de Barcelona haya tenido en Glasgow una presencia relevante junto a sus colegas de Londres, París, Bogotá, entre otros representantes de C40, la red de ciudades grandes, las metrópolis, que tienen en agenda la lucha contra el cambio climático.

Aquello que está en juego exige un cambio tan amplio y profundo que solo se puede producir por la relación dialéctica entre el cambio de políticas y el cambio de mentalidades

Bien mirado, los resultados de la COP 26, sin aportar gran cosa de nuevo, tampoco difieren demasiado de los resultados alcanzados en conferencias anteriores. Se mantienen los objetivos sobre el incremento admitido de temperatura, se propone el fin de los subsidios ineficientes a los combustibles fósiles y el reforzamiento de los planes de reducción de emisiones de ahora hasta el 2030, se anuncia una voluntad de aumentar significativamente ayuda a los países en vías de desarrollo para adaptarse al cambio climático, se establecen nuevos compromisos sobre deforestación y sobre recortes de las emisiones de metano, y un etcétera no ausente de ambigüedades que Thunberg y su corriente de gente idealista y joven han traducido, comprensiblemente, por “bla, bla, bla”.

El hecho de admitir en el momento de las valoraciones es que la ONU, y lógicamente sus organizaciones sectoriales, no son los órganos de gobernanza mundial que los retos globales que tenemos planteados requerirían y que muchos, especialmente los jóvenes, desearíamos. Si no se admite esa realidad, la frustración está garantizada. Ahora bien, sería una equivocación negar la importancia de estos organismos y sus decisiones. Primeramente, como lugar de encuentro incluso de los adversarios más opuestos entre ellos. En segundo lugar, como definidores de moral pública, particularmente de los derechos humanos y ambientales. En tercer lugar, como inspiradores e influenciadores de políticas y compromisos. Por último, y como consecuencia de todo ello, como transformadores de mentalidades.

Un repaso sobre los impactos que han tenido las COP sobre la transformación de las mentalidades y de las sensibilidades en temática medioambiental parece indicar que la capacidad de resonancia propia de las ciudades en las que han tenido lugar ha resultado ser muy importante, incluso más que los acuerdos alcanzados. Río de Janeiro, quizá Berlín, Kioto y ciertamente París han marcado la pauta en la larga serie de conferencias celebradas hasta ahora. Por este motivo, aunque la proximidad de la COP celebrada en Madrid recomienda una espera, la capacidad de resonancia de Barcelona adquirida por la transformación urbanística y social y la capacidad de plasmación imaginativa y eficiente de sus iniciativas colectivas, que todo el mundo pudo contemplar en 1992, podía ponerse a prueba y renovarse acogiendo una futura COP.

Sería conveniente, en el proceso de preparación de la correspondiente candidatura que se volviera a mirar, o simplemente se mirara, con la humildad de quien quiere aprender porque quiere mejorar lo que hace, aquel urbanismo estallante, el ambientalismo pionero e integral y la ilusión y movilización del conjunto de la ciudadanía que hicieron de Barcelona un referente y lugar al que ir que, ciertamente, el mundo no quiere perder porque se convirtió en patrimonio de todos. El conocimiento del pasado, el agradecimiento y el reconocimiento son valores en los que se fundamentan, entre otras cosas, las buenas políticas.

Por Lluís Boada, Doctor en Ciencias Económicas y en Humanidades, experto en Medio Ambiente.

La 26ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP) celebrada recientemente en Glasgow no ha dejado en los participantes y en la opinión pública un buen sabor de boca. Probablemente la realidad sobre los resultados de la misma se encuentra entre el “bla, bla, bla” con que los liquidó Greta Thunberg y los histriónicos saltitos sin red con los que les saludó el anfitrión Boris Johnson. Decir que se encuentran entre estas dos posiciones no significa que se encuentren en el punto medio, pero no es el objetivo de este artículo valorar concretamente las resoluciones adoptadas en Glasgow.

Lo que se quiere remarcar es la importancia de la continuidad: que se haya llegado al número 26 de las COP y no se haya puesto en cuestión la necesidad de seguir celebrándolas periódicamente. Porque lo que está en juego exige un cambio tan amplio y profundo que sólo puede producirse por la relación dialéctica entre el cambio de políticas y el cambio de mentalidades, y eso, además de determinación, que flaquea, requiere tiempo.

Esta afirmación puede sostenerse legítimamente desde Barcelona porque la ciudad tiene la perspectiva que da haber estado ya presente en la Cumbre de la Tierra del año 1992, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo celebrada en Río de Janeiro, evento extraordinario que generó una multitud de iniciativas. Por ejemplo, sin aquella Cumbre de la Tierra difícilmente hubiera tenido lugar en Berlín en 1995 la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, inaugurando una serie cuyos dos últimos capítulos han tenido lugar en Madrid en otoño de 2019 y ahora en Glasgow.

En el plano local, Barcelona fue pionera en la aplicación de los acuerdos allí adoptados mediante la consideración del Medio Ambiente como una cuestión de política general del Ayuntamiento, lo que se tradujo en los Programas de actuación por una política medioambiental en Barcelona aprobados formalmente en 1994, después de un importante e innovador proceso participativo. El documento programático se publicó en catalán, castellano e inglés, significando la capacidad de influencia y la voluntad de apertura al mundo de aquellas políticas. Concretamente, en lo que respecta al tema que nos ocupa, la ciudad se había adherido desde el año 1993 a la campaña Ciudades por la Protección del Clima, a la que también se incorporó la Diputación de Barcelona, ambientalmente muy activa ya en ese período.

“Aquello que está en juego exige un cambio tan amplio y profundo que solo se puede producir por la relación dialéctica entre el cambio de políticas y el cambio de mentalidadess”

 

 

Desde las reuniones de ciudades previas a la Cumbre de Río de Janeiro del año 1992, la lucha de los ayuntamientos por hacerse un hueco en las Conferencias de temática medioambiental de las Naciones Unidas ha sido ardua. De hecho, no se ha conseguido superar el carácter predominantemente paralelo de su presencia respecto al foro central de las naciones. Sin embargo, hay que celebrar como fruto de la continuidad que aquí se pone en valor y como un paso adelante, que la alcaldesa de Barcelona haya tenido en Glasgow una presencia relevante junto a sus colegas de Londres, París, Bogotá, entre otros representantes de C40, la red de ciudades grandes, las metrópolis, que tienen en agenda la lucha contra el cambio climático.

Bien mirado, los resultados de la COP 26, sin aportar gran cosa de nuevo, tampoco difieren demasiado de los resultados alcanzados en conferencias anteriores. Se mantienen los objetivos sobre el incremento admitido de temperatura, se propone el fin de los subsidios ineficientes a los combustibles fósiles y el reforzamiento de los planes de reducción de emisiones de ahora hasta el 2030, se anuncia una voluntad de aumentar significativamente ayuda a los países en vías de desarrollo para adaptarse al cambio climático, se establecen nuevos compromisos sobre deforestación y sobre recortes de las emisiones de metano, y un etcétera no ausente de ambigüedades que Thunberg y su corriente de gente idealista y joven han traducido, comprensiblemente, por “bla, bla, bla”.

El hecho de admitir en el momento de las valoraciones es que la ONU, y lógicamente sus organizaciones sectoriales, no son los órganos de gobernanza mundial que los retos globales que tenemos planteados requerirían y que muchos, especialmente los jóvenes, desearíamos. Si no se admite esa realidad, la frustración está garantizada. Ahora bien, sería una equivocación negar la importancia de estos organismos y sus decisiones. Primeramente, como lugar de encuentro incluso de los adversarios más opuestos entre ellos. En segundo lugar, como definidores de moral pública, particularmente de los derechos humanos y ambientales. En tercer lugar, como inspiradores e influenciadores de políticas y compromisos. Por último, y como consecuencia de todo ello, como transformadores de mentalidades.

Un repaso sobre los impactos que han tenido las COP sobre la transformación de las mentalidades y de las sensibilidades en temática medioambiental parece indicar que la capacidad de resonancia propia de las ciudades en las que han tenido lugar ha resultado ser muy importante, incluso más que los acuerdos alcanzados. Río de Janeiro, quizá Berlín, Kioto y ciertamente París han marcado la pauta en la larga serie de conferencias celebradas hasta ahora. Por este motivo, aunque la proximidad de la COP celebrada en Madrid recomienda una espera, la capacidad de resonancia de Barcelona adquirida por la transformación urbanística y social y la capacidad de plasmación imaginativa y eficiente de sus iniciativas colectivas, que todo el mundo pudo contemplar en 1992, podía ponerse a prueba y renovarse acogiendo una futura COP.

Sería conveniente, en el proceso de preparación de la correspondiente candidatura que se volviera a mirar, o simplemente se mirara, con la humildad de quien quiere aprender porque quiere mejorar lo que hace, aquel urbanismo estallante, el ambientalismo pionero e integral y la ilusión y movilización del conjunto de la ciudadanía que hicieron de Barcelona un referente y lugar al que ir que, ciertamente, el mundo no quiere perder porque se convirtió en patrimonio de todos. El conocimiento del pasado, el agradecimiento y el reconocimiento son valores en los que se fundamentan, entre otras cosas, las buenas políticas.

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