LA ETERNA ESPERA DE LA GRAN NOVELA METROPOLITANA

A modo de previa de la diada de Sant Jordi, les proponemos este artículo del escritor David Castillo repasa las diferentes novelas que han situado en su epicentro la ciudad de Barcelona desde el gran clásico El Quijote hasta nuestros días.

Por David Castillo

A la espera del gran novelista que nos traiga bajo el brazo la gran novela sobre Barcelona, otras realidades se van filtrando por el imaginario cultural de la ciudad. El debate viene de lejos y hace años nadie dudaba de situar La ciudad de los prodigios de mediados de los años ochenta, como el texto más aproximado al deseo de novela que esperábamos, una especie de mesías para la filología. En algunos momentos, Félix Azúa se inventó el término «titánico» para definir el estado estéril de la ciudad preolímpica, y algunos como Vicenç Villatoro fueron capaces de superar el canto del cisne con la elaboración de un mundo que se hundía. Parecido a lo que ha hecho este año Ada Castells  en Solastàlgia, Villatoro utilizaba en 1990 unas lluvias torrenciales para describir en Titànic la mirada de un reportero que llega a Barcelona con el propósito de retratar una ciudad, que en aquel caso, más que hundirse se inundaba. Todavía se recordaba la polémica y el efecto metafórico del texto lo reforzaba. Hoy, seca y sucia como no lo ha estado nunca –parece que en las últimas semanas ha mejorado el servicio de recogida de basuras–, Barcelona continúa sin una novela definitiva. ¿La tendremos? Respuesta muda. Seguramente es una entelequia.

Mientras tanto podríamos diferenciar diferentes periodos de la novela en nuestra ciudad, «norte de toda la caballería andante». El estreno es en la segunda parte del Quijote, donde el caballero sufre todo tipo de vicisitudes, describe a los catalanes según el bosque de colgados donde duerme, se enamora del espíritu, describe los rostros morenos de los habitantes y, finalmente, abandona las armas y vuelve a la realidad después de un duelo grotesco. En Barcelona, el Quijote vuelve a la triste realidad, que nosotros hemos sufrido con todas sus consecuencias. Hace años, cuando la mayoría todavía nos chupábamos el dedo, Ramón de España reivindicó las historias barcelonesas de Carles Soldevila, autor que difícilmente sale en las quinielas sobre la gran novela. Seguramente las obras de Soldevila son ligeras, pero la calidad resulta irrefutable. 

No podemos evitar mencionar las novelas de Juli Vallmitjana, singularmente La xava y Sota Monjuïc, que Ediciones 1984 recuperó hace una década. Vallmitjana sería en la literatura lo que Nonell –amigo suyo– ha significado para la pintura. El gran coloso de la literatura catalana moderna, Josep Pla, también abordó la ciudad en sus textos narrativos. Con la cita obligatoria de El quadern gris (1966), así como las refulgentes Barcelona, una discusió entranyable, de 1956 y Un señor de Barcelona, de 1951, entre muchas otras. En sus Homenots nos puede enseñar desde barones de la burguesía barcelonesa a los artistas como Manolo Hugué o trazar una guía del anarquista en el capítulo dedicado a Andreu Nin. Pla coloca el listón siempre tan alto, que todos lo demás parecemos de categorías inferiores. La mayoría de las visiones, tanto las descripciones de la calle Aribau, que también pintó de manera magistral Carmen Laforet en Nada, de 1945, son del centro, Casco Antiguo y Ensanche. Los franceses tienen predilección por el Barrio Chino, desde Genet, Carco y Pyere de Mandiargues a parte del más reciente Mathias Enard, que en Carrer Robadors hizo un fresco inigualable del mundo de la emigración, más allá de nuestras derivas localistas o nacionalistas. El Barrio Chino y el Raval han tenido cronistas ilustres, como Manuel Vázquez Montalbán, con toda la serie del detective Carvalho, o su amiga Maruja Torres, que presenta un dibujo lúgubre de las calles sin sol, ropa tendida e insalubridad, y narra con la sinceridad de una vecina, lejos del entusiasmo por la ciudad que vivieron Henry Miller o Ernest Hemingway. Del Barrio Chino, pero desde los ojos de la alta burguesía, aparece Vida privada, novela única y magistral de Josep Maria de Sagarra, otro diez en nuestra lista. Y más recientemente, los desaparecidos Francisco González Ledesma y Francisco Casavella, que desde Sant Antoni fijaba los ojos por las azoteas hasta cruzar la ronda. Dejaremos de lado la generación de la Guerra Civil y la literatura popular de la época, llena de memorialistas y autobiografías, ya se digan Benguerel, Calders, Artís, Sempronio y Tasis hasta desembocar en Maria Aurèlia Capmany, Pedrolo, Rabinad y Ledesma. Tampoco sudamericanos, de García Márquez y Donoso hasta Bolaño. O los jóvenes capitaneados por Andreu Gomila, Kiko Amat, Albert Forns, Jordi Nopca o Josep Roca, por no citar dos extrarradios totales: la poligonera Anna Ballbona y Javier Pérez Andújar, que siempre nos sorprende con su narrativa de calidoscopio.

Haciendo un salto de un buen puñado de estaciones de metro podemos aparecer en los barrios de Gràcia y el Guinardó recreados por Mercè Rodoreda y Juan Marsé, ambos situándonos en su juventud, Rodoreda antes de la guerra y en las inclemencias del final del sueño revolucionario, y Marsé entre los chicos de calle víctimas de las miserias de la posguerra. La mirada es diferente a la utilizada por Luis Goytisolo –o a los safaris de su hermano Juan por el Chino– cuando publicó Las afueras, primer premio Biblioteca de 1958. Debemos valorar que el centro de Barcelona es uno de los imaginarios urbanos más importantes del mundo, lo que afecta también a nuestra literatura. Sólo Rubén Darío sube hasta los Penitentes, pero para purgar sus adicciones. O Joan Perucho en la montaña del Carmel, pero en las unidades del antiaéreo, que hoy se ha convertido en el gran mirador turístico. Màrius Serra nos abría los paisajes de Horta, Carlos Zanón los del Guinardó y Quim Monzó saltaba con sus personajes tanto como lo hacía Víctor Nubla en la poco conocida El regal de Gliese, entre otras. Miembros de la generación de los setenta como los hermanos Terenci y Anna Maria Moix, Maria Antònia Oliver, Montserrat Roig, Carme Riera, Oriol Pi de Cabanyes, Jaume Cabré, Quim Soler, Joan Rendé, Jesús Moncada, Jaume Fuster, Isidre Grau –con su territorio mítico, también metropolitano– o de los posteriores, como Miquel de Palol, Mercè Ibarz, Rafael Vallbona,  Lluís-Anton Baulenas, Julià Guillamon o la divertida La gran novel·la sobre Barcelona de Sergi Pàmies, que por no ser no era ni novela sino una sátira sobre los tópicos en forma de relatos breves.

Las fuerzas centrífugas y centrípetas sobre la ciudad nos proyectan indefectiblemente sobre el plano del metro de la ciudad centro y estaciones próximas. Sólo otro narrador magistral, Julià de Jòdar abrió la línea en un gran angular con la trilogía L’atzar i les ombres, que acaba de reeditar Comanegra, y que Quaderns Crema había presentado hace más de veinte años en tres volúmenes. Jódar la ha reescrita, como hizo Marsé con parte de su obra primera. Son decisiones cuestionables, pero no se puede decir nada porque el autor es soberano. En todo caso la relectura no me ha provocado el impacto boxístico de cuando la leí por primera vez, pero he conservado la sensación de estar ante una gran aventura, casi extraordinaria, si no reflejara, como en el caso de Marsé, un clima de decepción moral, contrarrestado por la belleza de la prosa y la voluntad de reflejar también el orgullo de clase social, la anarquía ideológica y formal. 

  

 

 

 

 

Por David Castillo

A la espera del gran novelista que nos traiga bajo el brazo la gran novela sobre Barcelona, otras realidades se van filtrando por el imaginario cultural de la ciudad. El debate viene de lejos y hace años nadie dudaba de situar La ciudad de los prodigios de mediados de los años ochenta, como el texto más aproximado al deseo de novela que esperábamos, una especie de mesías para la filología. En algunos momentos, Félix Azúa se inventó el término «titánico» para definir el estado estéril de la ciudad preolímpica, y algunos como Vicenç Villatoro fueron capaces de superar el canto del cisne con la elaboración de un mundo que se hundía. Parecido a lo que ha hecho este año Ada Castells  en Solastàlgia, Villatoro utilizaba en 1990 unas lluvias torrenciales para describir en Titànic la mirada de un reportero que llega a Barcelona con el propósito de retratar una ciudad, que en aquel caso, más que hundirse se inundaba. Todavía se recordaba la polémica y el efecto metafórico del texto lo reforzaba. Hoy, seca y sucia como no lo ha estado nunca –parece que en las últimas semanas ha mejorado el servicio de recogida de basuras–, Barcelona continúa sin una novela definitiva. ¿La tendremos? Respuesta muda. Seguramente es una entelequia.

Mientras tanto podríamos diferenciar diferentes periodos de la novela en nuestra ciudad, «norte de toda la caballería andante». El estreno es en la segunda parte del Quijote, donde el caballero sufre todo tipo de vicisitudes, describe a los catalanes según el bosque de colgados donde duerme, se enamora del espíritu, describe los rostros morenos de los habitantes y, finalmente, abandona las armas y vuelve a la realidad después de un duelo grotesco. En Barcelona, el Quijote vuelve a la triste realidad, que nosotros hemos sufrido con todas sus consecuencias. Hace años, cuando la mayoría todavía nos chupábamos el dedo, Ramón de España reivindicó las historias barcelonesas de Carles Soldevila, autor que difícilmente sale en las quinielas sobre la gran novela. Seguramente las obras de Soldevila son ligeras, pero la calidad resulta irrefutable. 

No podemos evitar mencionar las novelas de Juli Vallmitjana, singularmente La xava y Sota Monjuïc, que Ediciones 1984 recuperó hace una década. Vallmitjana sería en la literatura lo que Nonell –amigo suyo– ha significado para la pintura. El gran coloso de la literatura catalana moderna, Josep Pla, también abordó la ciudad en sus textos narrativos. Con la cita obligatoria de El quadern gris (1966), así como las refulgentes Barcelona, una discusió entranyable, de 1956 y Un señor de Barcelona, de 1951, entre muchas otras. En sus Homenots nos puede enseñar desde barones de la burguesía barcelonesa a los artistas como Manolo Hugué o trazar una guía del anarquista en el capítulo dedicado a Andreu Nin. Pla coloca el listón siempre tan alto, que todos lo demás parecemos de categorías inferiores. La mayoría de las visiones, tanto las descripciones de la calle Aribau, que también pintó de manera magistral Carmen Laforet en Nada, de 1945, son del centro, Casco Antiguo y Ensanche. Los franceses tienen predilección por el Barrio Chino, desde Genet, Carco y Pyere de Mandiargues a parte del más reciente Mathias Enard, que en Carrer Robadors hizo un fresco inigualable del mundo de la emigración, más allá de nuestras derivas localistas o nacionalistas. El Barrio Chino y el Raval han tenido cronistas ilustres, como Manuel Vázquez Montalbán, con toda la serie del detective Carvalho, o su amiga Maruja Torres, que presenta un dibujo lúgubre de las calles sin sol, ropa tendida e insalubridad, y narra con la sinceridad de una vecina, lejos del entusiasmo por la ciudad que vivieron Henry Miller o Ernest Hemingway. Del Barrio Chino, pero desde los ojos de la alta burguesía, aparece Vida privada, novela única y magistral de Josep Maria de Sagarra, otro diez en nuestra lista. Y más recientemente, los desaparecidos Francisco González Ledesma y Francisco Casavella, que desde Sant Antoni fijaba los ojos por las azoteas hasta cruzar la ronda. Dejaremos de lado la generación de la Guerra Civil y la literatura popular de la época, llena de memorialistas y autobiografías, ya se digan Benguerel, Calders, Artís, Sempronio y Tasis hasta desembocar en Maria Aurèlia Capmany, Pedrolo, Rabinad y Ledesma. Tampoco sudamericanos, de García Márquez y Donoso hasta Bolaño. O los jóvenes capitaneados por Andreu Gomila, Kiko Amat, Albert Forns, Jordi Nopca o Josep Roca, por no citar dos extrarradios totales: la poligonera Anna Ballbona y Javier Pérez Andújar, que siempre nos sorprende con su narrativa de calidoscopio.

Haciendo un salto de un buen puñado de estaciones de metro podemos aparecer en los barrios de Gràcia y el Guinardó recreados por Mercè Rodoreda y Juan Marsé, ambos situándonos en su juventud, Rodoreda antes de la guerra y en las inclemencias del final del sueño revolucionario, y Marsé entre los chicos de calle víctimas de las miserias de la posguerra. La mirada es diferente a la utilizada por Luis Goytisolo –o a los safaris de su hermano Juan por el Chino– cuando publicó Las afueras, primer premio Biblioteca de 1958. Debemos valorar que el centro de Barcelona es uno de los imaginarios urbanos más importantes del mundo, lo que afecta también a nuestra literatura. Sólo Rubén Darío sube hasta los Penitentes, pero para purgar sus adicciones. O Joan Perucho en la montaña del Carmel, pero en las unidades del antiaéreo, que hoy se ha convertido en el gran mirador turístico. Màrius Serra nos abría los paisajes de Horta, Carlos Zanón los del Guinardó y Quim Monzó saltaba con sus personajes tanto como lo hacía Víctor Nubla en la poco conocida El regal de Gliese, entre otras. Miembros de la generación de los setenta como los hermanos Terenci y Anna Maria Moix, Maria Antònia Oliver, Montserrat Roig, Carme Riera, Oriol Pi de Cabanyes, Jaume Cabré, Quim Soler, Joan Rendé, Jesús Moncada, Jaume Fuster, Isidre Grau –con su territorio mítico, también metropolitano– o de los posteriores, como Miquel de Palol, Mercè Ibarz, Rafael Vallbona,  Lluís-Anton Baulenas, Julià Guillamon o la divertida La gran novel·la sobre Barcelona de Sergi Pàmies, que por no ser no era ni novela sino una sátira sobre los tópicos en forma de relatos breves.

Las fuerzas centrífugas y centrípetas sobre la ciudad nos proyectan indefectiblemente sobre el plano del metro de la ciudad centro y estaciones próximas. Sólo otro narrador magistral, Julià de Jòdar abrió la línea en un gran angular con la trilogía L’atzar i les ombres, que acaba de reeditar Comanegra, y que Quaderns Crema había presentado hace más de veinte años en tres volúmenes. Jódar la ha reescrita, como hizo Marsé con parte de su obra primera. Son decisiones cuestionables, pero no se puede decir nada porque el autor es soberano. En todo caso la relectura no me ha provocado el impacto boxístico de cuando la leí por primera vez, pero he conservado la sensación de estar ante una gran aventura, casi extraordinaria, si no reflejara, como en el caso de Marsé, un clima de decepción moral, contrarrestado por la belleza de la prosa y la voluntad de reflejar también el orgullo de clase social, la anarquía ideológica y formal. 

share: