LA BARCELONA METROPOLITANA EN EL FEDERALISMO DEL SIGLO XXI
Francesc Trillas reflexiona sobre cómo el federalismo puede combinar innovación experimental y cooperación para abordar los grandes problemas del presente y del futuro
Por Francesc Trillas, profesor del Departamento de Economía Aplicada de la UAB
Expongo en este artículo algunas ideas en forma exploratoria, sin que se derive necesariamente un programa concreto para los próximos años, pero sí con la aspiración de ir algo más allá de los discursos convencionales.
Hoy las grandes democracias estables del mundo, las más prósperas de la Tierra, son federaciones, o están en una evolución federalizante, como sucede en la Unión Europea (UE). Tomando prestada una expresión que el economista Krugman usa en otro contexto, hoy la realidad tiene un fuerte sesgo federal. Quienes han impulsado proyectos en otra dirección, o se han estrellado contra un muro, o están obteniendo resultados decepcionantes (como el Brèxit). La mayoría de las personas que viven en democracia en el mundo lo hacen en realidades federales, hoy y mañana, no ayer. Todas ellas con especificidades, adaptables e imperfectas. La realidad es que España ya tiene muchos aspectos federales (insuficientes e imperfectos) y la UE también, y que en buena parte gracias a estos aspectos las cosas han mejorado mucho en Cataluña y en Barcelona los últimos cuarenta años. Las vías de mejora de la acción pública en el mundo del siglo XXI pasan necesariamente, como se ha visto con la pandemia de la COVID-19, por una evolución y mejora de los mecanismos federales para compartir soberanía de una manera más justa y eficaz. Hoy avanzamos hacia la recuperación económica de la mano de una co-gobernanza federal imperfecta, participando del impulso europeo gracias a los fondos Next Generation EU, embrión de una fiscalidad federal europea.
El federalismo del siglo XXI es un federalismo que ha aprendido de las lecciones de la historia, sobre todo de las guerras, las catástrofes, la fragmentación y la recuperación de Europa en el siglo XX, y que se basa en la idea de la superación de la soberanía nacional y la articulación de formas de gobierno nuevas que permitan hacer frente a los grandes problemas de nuestros tiempos: las desigualdades, el cambio tecnológico, el fraude y los paraísos fiscales, los problemas sanitarios y demográficos, el rol de las grandes multinacionales tecnológicas, el cambio climático, la inestabilidad financiera… Las instituciones actuales son una parte muy pequeña de las instituciones posibles con los recursos y la tecnología existentes. El ámbito metropolitano debería ser un espacio ideal para la creatividad en este sentido, no siempre creando nuevas estructuras, sino a menudo dando nuevos sentidos a las que tenemos.
Para superar el estado nación tradicional hay que organizar el gobierno de manera pragmática pero creativa a partir de la realidad actual, y contribuir así a resolver los problemas sociales y económicos cuando éstos no se resuelven por sí solos. Igual que los individuos han de organizarse para resolver muchos problemas colectivos, las instituciones tradicionales (y especialmente los estados-nación) ya no podrán enfrontarse a solas con algunos de nuestros grandes problemas económicos, sociales, sanitarios y ambientales. Necesitan instancias superiores y también creatividad y movimiento por debajo.
Una obra muy recomendable en este sentido es la de Philippe Van Parijs sobre Bélgica, Belgium un título en inglés en un libro escrito en francés (subtitulado Una utopía para nuestro tiempo), donde después de constatar que la existencia de Bruselas como gran capital impide de facto la fragmentación del país, se discute sobre la conveniencia de un sistema de “federalismo personal” o de un sistema de “federalismo territorial”. En el primer sistema, basado en las ideas del socialista austríaco de principios del siglo XX Karl Renner, la solución de buena parte de los problemas colectivos que se refieren a la gente (políticas sociales, educativas) corren a cargo de instituciones representativas de personas que forman parte de grupos lingüísticos, culturales o nacionales, independientemente de su ubicación geográfica. Renner había pensado en ésto como una posible evolución democrática del Imperio Austrohúngaro. Pero no se llegó a aplicar en ninguna parte… excepto en Bélgica, donde hoy hay instituciones que representan las comunidades lingüísticas independientemente de su ubicación territorial, y estas instituciones no solo se encargan de la protección lingüística sino también de políticas educativas y de bienestar social.
Van Parijs, en cambio, es partidario de un federalismo territorial, porque al fin y al cabo hay políticas que deben estar organizadas territorialmente y dependen de la coordinación sobre el territorio: políticas sanitarias, de infraestructuras, industriales… Por ejemplo, en la lucha para mitigar el paro se producen disfunciones si la política de bienestar y educación corre a cargo de una institución y la política industrial de otra. En este sentido, Van Parijs considera que el sistema de federalismo personal conlleva dificultades en la rendición de cuentas y en la coordinación con el resto del gobierno.
En mi opinión, sin embargo, no se debe descartar una síntesis, porque hay algunos aspectos de las ideas de Renner que no conviene excluir del todo, pensando en el caso catalán y barcelonés. Cuando hay una parte del aparato institucional que se usa de manera desleal y como arma populista, poniendo en riesgo algunos de sus objetivos fundacionales (pienso en la política lingüística, por ejemplo), puede llegar a convenir, en casos extremos, segregar una política concreta de estas instituciones territoriales para que deje de ser objeto de politización. En este sentido, contrariamente a la idea de “blindar” las competencias lingüísticas y educativas de la Generalitat de Cataluña, quizás la Generalitat debería saber que si no cumple con el objetivo originario de estos ámbitos competenciales, que en este caso es el de extender el uso social de la lengua catalana (por ejemplo, porque las familias castellanohablantes dejan de ver TV3), esta tarea podría ser encargada a instituciones que asumieran de una manera técnica y despolitizada, con expertos que deban rendir cuentas en varios parlamentos y entidades democráticas (por ejemplo, del ámbito de los territorios de habla catalana).
“El federalismo puede combinar innovación experimental (necesaria en un mundo incierto) y coordinación/cooperación para abordar los grandes problemas del presente y el futuro.” |
Esta posible «Comunitat Lingüística del Català» garantizaría resultados muy superiores a los del independentismo agresivo, que hace años que no consigue adelantos en el uso social de la lengua catalana y que más bien puede comportar retrocesos después de los excesos políticos de los últimos años. Sería un ejemplo limitado de “federalismo personal” al estilo de Renner y enlazaría con la idea de las jurisdicciones funcionales solapadas que ha sugerido el economista suizo Bruno Frey, en las que la ciudadanía se organiza en parte por cuestiones funcionales a la manera de los distritos especiales de los Estados Unidos, que gestionan la educación, el agua, la energía o el transporte, y que no se corresponden necesariamente con las fronteras (artificiales y fruto de las contingencias históricas) de los estados o los municipios. La idea de las eurorregiones para abordar cuestiones concretas de interés común sería un ejemplo parecido. Por supuesto, la proliferación de distritos especiales debería ser supervisada por las instituciones democráticas previamente existentes, especialmente las de nivel superior, para evitar que acaben en manos de intereses especiales deseosos de su creación, y para evitar la duplicación excesiva de costes fijos. Una derivada de las jurisdicciones funcionales solapadas es que las grandes ciudades se pueden organizar con alianzas por objetivos con otras ciudades y regiones, y no depender tan fuertemente como hasta ahora de la generosidad de gobiernos de nivel “superior” o de la celebración de grandes acontecimientos.
Una Europa más unida que desarrolle los aspectos federales es un requisito fundamental para avanzar hacia una gobernanza más flexible y eficiente que el actual. Lo que falta es acabar de consolidar elementos federales potentes para completar la unión económica y monetaria, y poder llevar a cabo políticas fiscales con apoyo democrático. Lo que se ha avanzado en las últimas décadas habría estado impensable por los redactores del Manifiesto de Ventotene después de la Segunda Guerra Mundial. Pero se puede avanzar mucho más: la Unión Europea debe aportar una infraestructura institucional básica muy sólida, pero dentro de esta infraestructura (un edificio robusto para llenar de proyectos por parte de una diversidad de agentes que actúan en lealtad) debe haber una gran libertad de acción institucional, y aquí las grandes metrópolis pueden jugar un papel muy importante.
El federalismo del siglo XXI (idealmente con reformas de los textos constitucionales, pero si no es posible con una creatividad institucional que no tope con la ley) debe impulsar una democracia multinivel que se proteja de quienes la quieren hundir o instrumentalizar, donde la ciudadanía esté representada allá donde se toman las grandes decisiones que le afectan (y las políticas y los políticos estén cerca del vecindario), pero dónde también se preserven espacios de diálogo, consenso y decisión experta alejados de la batalla política diaria. En buena parte, el área Metropolitana de Barcelona cumple con estas condiciones, pero se podría ir mucho más allá en la coordinación y en la expansión en la Región Metropolitana, de un gran potencial en la economía europea. La Barcelona metropolitana debe hacer posible la igualdad y la justicia social (federalismo como condición necesaria pero no suficiente) y debe sacar provecho de la colaboración de sectores progresistas con otras fuerzas democráticas liberales. El federalismo no es patrimonio de ninguna ideología política democrática; en él cabe prácticamente todo el mundo (desde Guy Verhofstadt i Angela Merkel hasta Thomas Piketty), excepción hecha de los nacionalismos excluyentes que no quieren saber nada de demoi varios y multiculturales.
El federalismo puede combinar innovación experimental (necesaria en un mundo incierto) y coordinación/cooperación para abordar los grandes problemas del presente y el futuro. ¿Queremos una lucha despiadada por unos recursos escasos en un planeta que acelere su calentamiento? ¿O una cooperación federal para compartir lo que tenemos de forma sostenible y civilizada? ¿Un juego de suma cero o un juego de suma positiva? La cooperación en Barcelona es necesaria para dar un nuevo impulso al aeropuerto respetando al mismo tiempo las restricciones medioambientales, y es necesaria para proponer nuevos proyectos públicos, privados, y de colaboración entre ambos sectores.
Si no se puede parar la globalización (y yo creo que no se puede, y también lo cree mi alumnado en la universidad, a quien hago la pregunta cada año), el estado nación y la democracia tendrán una convivencia incómoda (esto es lo que estamos viendo cada día, especialmente en Europa pero no solo): este es el mensaje del trilema de Rodrik. Y, en un mundo de comunicaciones intensas y fáciles, las restricciones de migración difícilmente pueden convivir con grandes desigualdades entre países: este es el mensaje del trilema de Milanovic. En la era de la globalización, sin el federalismo (la democracia multinivel con espacios de gobierno compartido) no se puede reinventar, para mantenerlo y mejorarlo, el estado del bienestar. Es difícil pensar en una alternativa democrática que no pase por gestionar las migraciones, y la diversidad que se deriva, en un contexto de un federalismo global con una Europa protagonista. Un federalismo global que no sea meramente una yuxtaposición confederal de estados soberanos sino una estructura compleja donde tengan voz las grandes ciudades, la ciudadanía directamente y las nuevas generaciones representando el futuro del Planeta. Tenemos que reformar las instituciones de la democracia liberal para adaptarlas a la globalización y a los cambios tecnológicos y culturales. El dilema auténtico es entre política y economía de suma cero (donde diferentes grupos dedican las energías a competir por unos recursos escasos en una crisis climática acelerada) o de suma positiva (donde todo el mundo coopera para generar valor y distribuirlo equitativamente, frenando la crisis climática). Hoy, la libertad, la igualdad y la democracia se debe organizar en el mundo interconectado en peligro de autodestrucción, no en un pasado de territorios fragmentados.
El área metropolitana de Barcelona, la ciudad real de contornos imprecisos, se ha convertido en las últimas décadas en una gran capital europea, a pesar de cierto declive relativo reciente, y tiene un potencial enorme en una economía integrada y globalizada. Tiene que abrazar el modelo de ciudad abierta e inclusiva, y perseverar en el modelo socialdemócrata de primacía de aquello público en colaboración con aquello privado (lucrativo o no lucrativo) y de distribución del bienestar por toda la ciudad sin excepción, incluyendo una política de vivienda pública ambiciosa y rigurosa. La sociedad civil debe combatir los brotes de turismofóbia, desarrollando un modelo de turismo de calidad a partir del mecanismo de precios, es decir, haciendo pagar al turismo los costes que origina. La potencia de Barcelona, del conjunto de la realidad urbana, hará que como centro económico y cultural vaya mucho más allá de ser la capital de una Cataluña problemática, que es lo que algunos quieren que sea. Es posible que si Barcelona no se frena o no la frenan, de aquí a veinte años el primer idioma de la ciudad, que no quiere decir el primer idioma de la mayoría, pero sí el que una mayoría usará para entenderse, sea el inglés, como ya lo es en Bruselas, Berlín o Ámsterdam, y como ya sucede en algunos barrios, muchas empresas, departamentos universitarios y escuelas de negocios de la ciudad. Barcelona puede ser una gran capital europea multicultural, con la ayuda y el liderazgo del Ayuntamiento en la medida que se ponga, y de todos modos con el esfuerzo mancomunado otras instituciones y de buena parte de la sociedad civil y de sus sectores más abiertos a la globalización.
Por Francesc Trillas, profesor del Departamento de Economía Aplicada de la UAB
Expongo en este artículo algunas ideas en forma exploratoria, sin que se derive necesariamente un programa concreto para los próximos años, pero sí con la aspiración de ir algo más allá de los discursos convencionales.
Hoy las grandes democracias estables del mundo, las más prósperas de la Tierra, son federaciones, o están en una evolución federalizante, como sucede en la Unión Europea (UE). Tomando prestada una expresión que el economista Krugman usa en otro contexto, hoy la realidad tiene un fuerte sesgo federal. Quienes han impulsado proyectos en otra dirección, o se han estrellado contra un muro, o están obteniendo resultados decepcionantes (como el Brèxit). La mayoría de las personas que viven en democracia en el mundo lo hacen en realidades federales, hoy y mañana, no ayer. Todas ellas con especificidades, adaptables e imperfectas. La realidad es que España ya tiene muchos aspectos federales (insuficientes e imperfectos) y la UE también, y que en buena parte gracias a estos aspectos las cosas han mejorado mucho en Cataluña y en Barcelona los últimos cuarenta años. Las vías de mejora de la acción pública en el mundo del siglo XXI pasan necesariamente, como se ha visto con la pandemia de la COVID-19, por una evolución y mejora de los mecanismos federales para compartir soberanía de una manera más justa y eficaz. Hoy avanzamos hacia la recuperación económica de la mano de una co-gobernanza federal imperfecta, participando del impulso europeo gracias a los fondos Next Generation EU, embrión de una fiscalidad federal europea.
El federalismo del siglo XXI es un federalismo que ha aprendido de las lecciones de la historia, sobre todo de las guerras, las catástrofes, la fragmentación y la recuperación de Europa en el siglo XX, y que se basa en la idea de la superación de la soberanía nacional y la articulación de formas de gobierno nuevas que permitan hacer frente a los grandes problemas de nuestros tiempos: las desigualdades, el cambio tecnológico, el fraude y los paraísos fiscales, los problemas sanitarios y demográficos, el rol de las grandes multinacionales tecnológicas, el cambio climático, la inestabilidad financiera… Las instituciones actuales son una parte muy pequeña de las instituciones posibles con los recursos y la tecnología existentes. El ámbito metropolitano debería ser un espacio ideal para la creatividad en este sentido, no siempre creando nuevas estructuras, sino a menudo dando nuevos sentidos a las que tenemos.
Para superar el estado nación tradicional hay que organizar el gobierno de manera pragmática pero creativa a partir de la realidad actual, y contribuir así a resolver los problemas sociales y económicos cuando éstos no se resuelven por sí solos. Igual que los individuos han de organizarse para resolver muchos problemas colectivos, las instituciones tradicionales (y especialmente los estados-nación) ya no podrán enfrontarse a solas con algunos de nuestros grandes problemas económicos, sociales, sanitarios y ambientales. Necesitan instancias superiores y también creatividad y movimiento por debajo.
Una obra muy recomendable en este sentido es la de Philippe Van Parijs sobre Bélgica, Belgium un título en inglés en un libro escrito en francés (subtitulado Una utopía para nuestro tiempo), donde después de constatar que la existencia de Bruselas como gran capital impide de facto la fragmentación del país, se discute sobre la conveniencia de un sistema de “federalismo personal” o de un sistema de “federalismo territorial”. En el primer sistema, basado en las ideas del socialista austríaco de principios del siglo XX Karl Renner, la solución de buena parte de los problemas colectivos que se refieren a la gente (políticas sociales, educativas) corren a cargo de instituciones representativas de personas que forman parte de grupos lingüísticos, culturales o nacionales, independientemente de su ubicación geográfica. Renner había pensado en ésto como una posible evolución democrática del Imperio Austrohúngaro. Pero no se llegó a aplicar en ninguna parte… excepto en Bélgica, donde hoy hay instituciones que representan las comunidades lingüísticas independientemente de su ubicación territorial, y estas instituciones no solo se encargan de la protección lingüística sino también de políticas educativas y de bienestar social.
Van Parijs, en cambio, es partidario de un federalismo territorial, porque al fin y al cabo hay políticas que deben estar organizadas territorialmente y dependen de la coordinación sobre el territorio: políticas sanitarias, de infraestructuras, industriales… Por ejemplo, en la lucha para mitigar el paro se producen disfunciones si la política de bienestar y educación corre a cargo de una institución y la política industrial de otra. En este sentido, Van Parijs considera que el sistema de federalismo personal conlleva dificultades en la rendición de cuentas y en la coordinación con el resto del gobierno.
En mi opinión, sin embargo, no se debe descartar una síntesis, porque hay algunos aspectos de las ideas de Renner que no conviene excluir del todo, pensando en el caso catalán y barcelonés. Cuando hay una parte del aparato institucional que se usa de manera desleal y como arma populista, poniendo en riesgo algunos de sus objetivos fundacionales (pienso en la política lingüística, por ejemplo), puede llegar a convenir, en casos extremos, segregar una política concreta de estas instituciones territoriales para que deje de ser objeto de politización. En este sentido, contrariamente a la idea de “blindar” las competencias lingüísticas y educativas de la Generalitat de Cataluña, quizás la Generalitat debería saber que si no cumple con el objetivo originario de estos ámbitos competenciales, que en este caso es el de extender el uso social de la lengua catalana (por ejemplo, porque las familias castellanohablantes dejan de ver TV3), esta tarea podría ser encargada a instituciones que asumieran de una manera técnica y despolitizada, con expertos que deban rendir cuentas en varios parlamentos y entidades democráticas (por ejemplo, del ámbito de los territorios de habla catalana).
«El federalismo puede combinar innovación experimental (necesaria en un mundo incierto) y coordinación/cooperación para abordar los grandes problemas del presente y el futuro.” |
Esta posible «Comunitat Lingüística del Català» garantizaría resultados muy superiores a los del independentismo agresivo, que hace años que no consigue adelantos en el uso social de la lengua catalana y que más bien puede comportar retrocesos después de los excesos políticos de los últimos años. Sería un ejemplo limitado de “federalismo personal” al estilo de Renner y enlazaría con la idea de las jurisdicciones funcionales solapadas que ha sugerido el economista suizo Bruno Frey, en las que la ciudadanía se organiza en parte por cuestiones funcionales a la manera de los distritos especiales de los Estados Unidos, que gestionan la educación, el agua, la energía o el transporte, y que no se corresponden necesariamente con las fronteras (artificiales y fruto de las contingencias históricas) de los estados o los municipios. La idea de las eurorregiones para abordar cuestiones concretas de interés común sería un ejemplo parecido. Por supuesto, la proliferación de distritos especiales debería ser supervisada por las instituciones democráticas previamente existentes, especialmente las de nivel superior, para evitar que acaben en manos de intereses especiales deseosos de su creación, y para evitar la duplicación excesiva de costes fijos. Una derivada de las jurisdicciones funcionales solapadas es que las grandes ciudades se pueden organizar con alianzas por objetivos con otras ciudades y regiones, y no depender tan fuertemente como hasta ahora de la generosidad de gobiernos de nivel “superior” o de la celebración de grandes acontecimientos.
Una Europa más unida que desarrolle los aspectos federales es un requisito fundamental para avanzar hacia una gobernanza más flexible y eficiente que el actual. Lo que falta es acabar de consolidar elementos federales potentes para completar la unión económica y monetaria, y poder llevar a cabo políticas fiscales con apoyo democrático. Lo que se ha avanzado en las últimas décadas habría estado impensable por los redactores del Manifiesto de Ventotene después de la Segunda Guerra Mundial. Pero se puede avanzar mucho más: la Unión Europea debe aportar una infraestructura institucional básica muy sólida, pero dentro de esta infraestructura (un edificio robusto para llenar de proyectos por parte de una diversidad de agentes que actúan en lealtad) debe haber una gran libertad de acción institucional, y aquí las grandes metrópolis pueden jugar un papel muy importante.
El federalismo del siglo XXI (idealmente con reformas de los textos constitucionales, pero si no es posible con una creatividad institucional que no tope con la ley) debe impulsar una democracia multinivel que se proteja de quienes la quieren hundir o instrumentalizar, donde la ciudadanía esté representada allá donde se toman las grandes decisiones que le afectan (y las políticas y los políticos estén cerca del vecindario), pero dónde también se preserven espacios de diálogo, consenso y decisión experta alejados de la batalla política diaria. En buena parte, el área Metropolitana de Barcelona cumple con estas condiciones, pero se podría ir mucho más allá en la coordinación y en la expansión en la Región Metropolitana, de un gran potencial en la economía europea. La Barcelona metropolitana debe hacer posible la igualdad y la justicia social (federalismo como condición necesaria pero no suficiente) y debe sacar provecho de la colaboración de sectores progresistas con otras fuerzas democráticas liberales. El federalismo no es patrimonio de ninguna ideología política democrática; en él cabe prácticamente todo el mundo (desde Guy Verhofstadt i Angela Merkel hasta Thomas Piketty), excepción hecha de los nacionalismos excluyentes que no quieren saber nada de demoi varios y multiculturales.
El federalismo puede combinar innovación experimental (necesaria en un mundo incierto) y coordinación/cooperación para abordar los grandes problemas del presente y el futuro. ¿Queremos una lucha despiadada por unos recursos escasos en un planeta que acelere su calentamiento? ¿O una cooperación federal para compartir lo que tenemos de forma sostenible y civilizada? ¿Un juego de suma cero o un juego de suma positiva? La cooperación en Barcelona es necesaria para dar un nuevo impulso al aeropuerto respetando al mismo tiempo las restricciones medioambientales, y es necesaria para proponer nuevos proyectos públicos, privados, y de colaboración entre ambos sectores.
Si no se puede parar la globalización (y yo creo que no se puede, y también lo cree mi alumnado en la universidad, a quien hago la pregunta cada año), el estado nación y la democracia tendrán una convivencia incómoda (esto es lo que estamos viendo cada día, especialmente en Europa pero no solo): este es el mensaje del trilema de Rodrik. Y, en un mundo de comunicaciones intensas y fáciles, las restricciones de migración difícilmente pueden convivir con grandes desigualdades entre países: este es el mensaje del trilema de Milanovic. En la era de la globalización, sin el federalismo (la democracia multinivel con espacios de gobierno compartido) no se puede reinventar, para mantenerlo y mejorarlo, el estado del bienestar. Es difícil pensar en una alternativa democrática que no pase por gestionar las migraciones, y la diversidad que se deriva, en un contexto de un federalismo global con una Europa protagonista. Un federalismo global que no sea meramente una yuxtaposición confederal de estados soberanos sino una estructura compleja donde tengan voz las grandes ciudades, la ciudadanía directamente y las nuevas generaciones representando el futuro del Planeta. Tenemos que reformar las instituciones de la democracia liberal para adaptarlas a la globalización y a los cambios tecnológicos y culturales. El dilema auténtico es entre política y economía de suma cero (donde diferentes grupos dedican las energías a competir por unos recursos escasos en una crisis climática acelerada) o de suma positiva (donde todo el mundo coopera para generar valor y distribuirlo equitativamente, frenando la crisis climática). Hoy, la libertad, la igualdad y la democracia se debe organizar en el mundo interconectado en peligro de autodestrucción, no en un pasado de territorios fragmentados.
El área metropolitana de Barcelona, la ciudad real de contornos imprecisos, se ha convertido en las últimas décadas en una gran capital europea, a pesar de cierto declive relativo reciente, y tiene un potencial enorme en una economía integrada y globalizada. Tiene que abrazar el modelo de ciudad abierta e inclusiva, y perseverar en el modelo socialdemócrata de primacía de aquello público en colaboración con aquello privado (lucrativo o no lucrativo) y de distribución del bienestar por toda la ciudad sin excepción, incluyendo una política de vivienda pública ambiciosa y rigurosa. La sociedad civil debe combatir los brotes de turismofóbia, desarrollando un modelo de turismo de calidad a partir del mecanismo de precios, es decir, haciendo pagar al turismo los costes que origina. La potencia de Barcelona, del conjunto de la realidad urbana, hará que como centro económico y cultural vaya mucho más allá de ser la capital de una Cataluña problemática, que es lo que algunos quieren que sea. Es posible que si Barcelona no se frena o no la frenan, de aquí a veinte años el primer idioma de la ciudad, que no quiere decir el primer idioma de la mayoría, pero sí el que una mayoría usará para entenderse, sea el inglés, como ya lo es en Bruselas, Berlín o Ámsterdam, y como ya sucede en algunos barrios, muchas empresas, departamentos universitarios y escuelas de negocios de la ciudad. Barcelona puede ser una gran capital europea multicultural, con la ayuda y el liderazgo del Ayuntamiento en la medida que se ponga, y de todos modos con el esfuerzo mancomunado otras instituciones y de buena parte de la sociedad civil y de sus sectores más abiertos a la globalización.
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