UN JÒDAR VALIENTE Y SALVAJE

De cara a este Sant Jordi les proponemos un artículo del periodista y escritor David Castillo sobre el último libro de Julià de Jòdar, «La casa tapiada»

La tauromaquia divide a los matadores en dos categorías, los tremendistas –a los que se les acusa de valentía e, incluso, de ser temerarios– y los estilistas, que destacan por el toreo más amable, más marcado por los ritmos del toro en cada arte, en cada tercio. Paseo a menudo por delante de la plaza Monumental con cierta nostalgia de cuando era niño o joven y no me perdía ni un cortejo. Una cierta nostalgia únicamente porque los toreros que nos traía el empresario Balañà eran más bien de buenos sentimientos, buena planta y proclives a salir en las revistas del corazón. Hay que recordar también cuando trajo a José Tomás, que nos dejó boquiabiertos, desde Miquel Barceló, que le hizo un cartel que todavía conservo, y que fue el único matador en llenar el foro de la Gran Via. Esperando tiempos mejores, bajé durante unas temporadas a ver la feria de Castellón, donde la afición se ha acostumbrado a ver a los Miures y los Victorinos, y, sobre todo, a no ser insultados o zurrados por los antitaurinos, como nos ocurría en Barcelona ante el ánimo de la policía y las denuncias y traiciones de los políticos oportunistas.

«Julià de Jòdar ha creado un mundo singular, lleno de personajes habituales o nuevos, que entran y salen ante la deriva de una sociedad que se ablanda en su propio buenismo y confort.»

La introducción me sirve para asociar la forma de escribir del veterano Julià de Jòdar (Badalona, 1942) con los tremendistas, saltándose olímpicamente la represión inherente a la literatura catalana, que siempre –o casi siempre– peca de beata y de exceso de correcciones. ¿No sería bonito contemplar los originales tal y como escriben los escritores como ocurre con los vecinos, con Cela, Delibes, Sánchez-Ferlosio, Tomeo o el resto de aquí? El peso del Noucentisme ha ido ahogando nuestra literatura bajo capas de corrector, que sin duda mejoran el producto final, pero nos engañan, sobre todo en el estilo. Éste es uno de los motivos por el que me entusiasma la novelística de Jòdar. No sólo por los territorios por donde transita sino por la forma de hacerlo, desinhibida y salvaje. Comanegra ha apostado fuerte por el escritor badalonés, recuperando o publicando nuevos libros, y estos días presenta La casa tapiada, biografía ficticia de un escritor que se mueve por los alrededores de los sesenta y setenta, décadas mágicas, que coincidían con la juventud de este cronista temerario d’un temps, un país, tal y como reserva la canción que se ha convertido en tópico. La cárcel Modelo, con todos los detalles, las Jornadas Libertarias Internacionales, el mundo del PSUC, Bandera Roja, la OIC y toda la sopa de letras de los grupúsculos marxistas de la época se añaden a una serie de eventos y pequeños acontecimientos que desfilan por la memoria íntima del escritor y de su personaje, que siempre mantiene un punto confuso e inestable, un despistado muy atento a lo que sucede a su alrededor, y de lengua viperina. No se reprime, por ejemplo, cuando ataca con furia: «Recuperamos la relación con Gabriel en los primeros años ochenta, a raíz de un programa de televisión donde hiciste un buen repaso al director de El País a cuento de la polémica de aquellos días sobre la decadencia de Barcelona y el auge de Madrid, que había promovido Félix de Azúa, uno de esos resentidos que hicieron el papel de los intelectuales fascistas puros, es decir, atizar el miedo a la gente… Siempre he pensado que si la Generalitat hubiera dado a Albert Boadella la concejalía del Teatro Nacional, a Xavier Pericay la corregiduría de Política Lingüística, a Arcadi Espada el tórculo de Prensa y Propaganda, y al mencionado Azúa la batuta de Música y Varietés, habrían comido como gorriones de la mano del partido de turno en el poder autonómico y nos habríamos ahorrado la lepra de Ciudadanos.» Su observación estaría bien, el problema es que el propio Jòdar también se apunta a los pasacalles infantiloides de la CUP, que practican un surrealismo político, por decirlo suave, ¡que hay que ver!. En fin, no importa que Jòdar sea del posicionamiento que sea porque su prosa nos transporta de Zeleste al Campo de la Bota, a menudo de la mano de los personajes de barraca que convoca, incluso Natàlia Vidal, que protagonizó una de las novelas favoritas del escritor, El hombre que amó a Natàlia Vidal, premio Prudenci Bertrana del año 2003. O el cronista Lotari, que también había tenido un papel destacado en ‘Metall impur’, tercera novela de la trilogía que acaba de resucitar Comanegra y que había publicado originariamente Quaderns Crema. O el propio alter ego del escritor, el inefable Gabriel Caballero.

El libro está muy bien, también en la pretensión de activar la conciencia del país, a pesar de la ideología radical que sobresale en muchos de los parajes, que podría haber evitado. Sin embargo, los tremendistas también enseñan las costuras y de tanto ‘arrimarse’ los toros a menudo les perforan.

Julià de Jòdar ha creado un mundo singular, lleno de personajes habituales o nuevos que entran y salen ante la deriva de una sociedad que se ablanda en su propia bonhomía y confort. La respuesta que todavía da el escritor va en paralelo a la denuncia de una comunidad exasperante, como todas las que viven más allá del desbarajuste. Algunos observamos los comportamientos de amigos que caminaban por el lado salvaje y Jódar se ha limitado a describirlo o pintarlo, en algunos momentos en los colores de una acuarela y otros con un aceite oscuro al estilo de Nonell. En cualquier caso su aventura se interroga sobre el presente mientras recapitula en el pasado transformado, una mirada panorámica desde el detalle, sin embargo. Y lo más importante de todo, incorpora el paisaje, exactamente como hacíamos como cuando éramos niños y edificaban hasta el último rincón de nuestros belenes desgraciados, con figuras de diferentes tamaños, rotas de extremidades y cabezas.

De la misma forma que durante una época se habló de Catalunya como el Titanic –Azúa, de nuevo–, en otra, después de la Transición, se habló del desencanto. De manera casi idéntica, pero menos romántica, los excesos retóricos y las sobreactuaciones del Procés se asemejan a los que vivimos durante la locura de la Transición, cuando algunos creíamos que la revolución estaba muy cerca. Me gusta que escritores como Jòdar apliquen su escepticismo a los comportamientos histéricos de la historia. Los relativizan, lo que aumenta su proyección en la lupa que aplica la historia, o la novela de la historia, es decir, esa memoria íntima de los personajes de La casa tapiada y las demás novelas de Jòdar.

La tauromaquia divide a los matadores en dos categorías, los tremendistas –a los que se les acusa de valentía e, incluso, de ser temerarios– y los estilistas, que destacan por el toreo más amable, más marcado por los ritmos del toro en cada arte, en cada tercio. Paseo a menudo por delante de la plaza Monumental con cierta nostalgia de cuando era niño o joven y no me perdía ni un cortejo. Una cierta nostalgia únicamente porque los toreros que nos traía el empresario Balañà eran más bien de buenos sentimientos, buena planta y proclives a salir en las revistas del corazón. Hay que recordar también cuando trajo a José Tomás, que nos dejó boquiabiertos, desde Miquel Barceló, que le hizo un cartel que todavía conservo, y que fue el único matador en llenar el foro de la Gran Via. Esperando tiempos mejores, bajé durante unas temporadas a ver la feria de Castellón, donde la afición se ha acostumbrado a ver a los Miures y los Victorinos, y, sobre todo, a no ser insultados o zurrados por los antitaurinos, como nos ocurría en Barcelona ante el ánimo de la policía y las denuncias y traiciones de los políticos oportunistas.

«Julià de Jòdar ha creado un mundo singular, lleno de personajes habituales o nuevos, que entran y salen ante la deriva de una sociedad que se ablanda en su propio buenismo y confort.»

 

 

 

La introducción me sirve para asociar la forma de escribir del veterano Julià de Jòdar (Badalona, 1942) con los tremendistas, saltándose olímpicamente la represión inherente a la literatura catalana, que siempre –o casi siempre– peca de beata y de exceso de correcciones. ¿No sería bonito contemplar los originales tal y como escriben los escritores como ocurre con los vecinos, con Cela, Delibes, Sánchez-Ferlosio, Tomeo o el resto de aquí? El peso del Noucentisme ha ido ahogando nuestra literatura bajo capas de corrector, que sin duda mejoran el producto final, pero nos engañan, sobre todo en el estilo. Éste es uno de los motivos por el que me entusiasma la novelística de Jòdar. No sólo por los territorios por donde transita sino por la forma de hacerlo, desinhibida y salvaje. Comanegra ha apostado fuerte por el escritor badalonés, recuperando o publicando nuevos libros, y estos días presenta La casa tapiada, biografía ficticia de un escritor que se mueve por los alrededores de los sesenta y setenta, décadas mágicas, que coincidían con la juventud de este cronista temerario d’un temps, un país, tal y como reserva la canción que se ha convertido en tópico. La cárcel Modelo, con todos los detalles, las Jornadas Libertarias Internacionales, el mundo del PSUC, Bandera Roja, la OIC y toda la sopa de letras de los grupúsculos marxistas de la época se añaden a una serie de eventos y pequeños acontecimientos que desfilan por la memoria íntima del escritor y de su personaje, que siempre mantiene un punto confuso e inestable, un despistado muy atento a lo que sucede a su alrededor, y de lengua viperina. No se reprime, por ejemplo, cuando ataca con furia: «Recuperamos la relación con Gabriel en los primeros años ochenta, a raíz de un programa de televisión donde hiciste un buen repaso al director de El País a cuento de la polémica de aquellos días sobre la decadencia de Barcelona y el auge de Madrid, que había promovido Félix de Azúa, uno de esos resentidos que hicieron el papel de los intelectuales fascistas puros, es decir, atizar el miedo a la gente… Siempre he pensado que si la Generalitat hubiera dado a Albert Boadella la concejalía del Teatro Nacional, a Xavier Pericay la corregiduría de Política Lingüística, a Arcadi Espada el tórculo de Prensa y Propaganda, y al mencionado Azúa la batuta de Música y Varietés, habrían comido como gorriones de la mano del partido de turno en el poder autonómico y nos habríamos ahorrado la lepra de Ciudadanos.» Su observación estaría bien, el problema es que el propio Jòdar también se apunta a los pasacalles infantiloides de la CUP, que practican un surrealismo político, por decirlo suave, ¡que hay que ver!. En fin, no importa que Jòdar sea del posicionamiento que sea porque su prosa nos transporta de Zeleste al Campo de la Bota, a menudo de la mano de los personajes de barraca que convoca, incluso Natàlia Vidal, que protagonizó una de las novelas favoritas del escritor, El hombre que amó a Natàlia Vidal, premio Prudenci Bertrana del año 2003. O el cronista Lotari, que también había tenido un papel destacado en ‘Metall impur’, tercera novela de la trilogía que acaba de resucitar Comanegra y que había publicado originariamente Quaderns Crema. O el propio alter ego del escritor, el inefable Gabriel Caballero.

El libro está muy bien, también en la pretensión de activar la conciencia del país, a pesar de la ideología radical que sobresale en muchos de los parajes, que podría haber evitado. Sin embargo, los tremendistas también enseñan las costuras y de tanto ‘arrimarse’ los toros a menudo les perforan.

Julià de Jòdar ha creado un mundo singular, lleno de personajes habituales o nuevos que entran y salen ante la deriva de una sociedad que se ablanda en su propia bonhomía y confort. La respuesta que todavía da el escritor va en paralelo a la denuncia de una comunidad exasperante, como todas las que viven más allá del desbarajuste. Algunos observamos los comportamientos de amigos que caminaban por el lado salvaje y Jódar se ha limitado a describirlo o pintarlo, en algunos momentos en los colores de una acuarela y otros con un aceite oscuro al estilo de Nonell. En cualquier caso su aventura se interroga sobre el presente mientras recapitula en el pasado transformado, una mirada panorámica desde el detalle, sin embargo. Y lo más importante de todo, incorpora el paisaje, exactamente como hacíamos como cuando éramos niños y edificaban hasta el último rincón de nuestros belenes desgraciados, con figuras de diferentes tamaños, rotas de extremidades y cabezas.

De la misma forma que durante una época se habló de Catalunya como el Titanic –Azúa, de nuevo–, en otra, después de la Transición, se habló del desencanto. De manera casi idéntica, pero menos romántica, los excesos retóricos y las sobreactuaciones del Procés se asemejan a los que vivimos durante la locura de la Transición, cuando algunos creíamos que la revolución estaba muy cerca. Me gusta que escritores como Jòdar apliquen su escepticismo a los comportamientos histéricos de la historia. Los relativizan, lo que aumenta su proyección en la lupa que aplica la historia, o la novela de la historia, es decir, esa memoria íntima de los personajes de La casa tapiada y las demás novelas de Jòdar.

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