EL CAMINO A LA METRÓPOLIS 

Rafael Pradas analiza la evolución del hecho metropolitano barcelonés desde sus orígenes y repasa las dificultades que han emergido en cada época, mostrando que esta evolución siempre ha ido ligada a un complejo entramado de intereses, reacciones y limitaciones.

 

por Rafael Pradas, periodista

Hoy el hecho metropolitano de Barcelona ha adquirido un nivel de consenso como no había tenido en ninguna otra época. Todo el mundo se da cuenta de que sin perspectiva metropolitana difícilmente tendrán solución muchos de los problemas que comparten Barcelona y las ciudades de su amplio entorno (movilidad, vivienda, emergencia climática, inclusión social…) También se ve claramente que la realidad metropolitana fortalece muchas oportunidades económicas, sociales y culturales.  No siempre ha sido así.

El área metropolitana no es fruto del azar, pero tampoco nace de una voluntad predeterminada. Se va haciendo a lo largo de la historia, y la conciencia metropolitana, si se puede decir así, también es fruto de un largo y tortuoso proceso de maduración y de la intervención de ideas y voluntades. Y como todo proceso, con avances y retrocesos.

Se podría decir que cuando en 1841 el médico, higienista y educador Pere Felip Monlau publicó su famoso alegato «¡Abajo las murallas! «Contribuyó a emprender (de manera simbólica, hay que decir) un proceso que debía desembocar en el Ensanche de Ildefonso Cerdà que, a su vez, ponía también las bases de un incipiente fenómeno metropolitano. La Barcelona que se proyectaba sobre su plan, fuera de las murallas, tenía que resolver cómo encajar los viejos municipios, piezas primordiales del engranaje económico. Pero los pueblos de Santa Maria de Sants, Sant Andreu del Palomar o Sant Marti dels Provençals no tenían solamente como vecina la pujante Barcelona sino también L’Hospitalet, Santa Coloma de Gramenet o Sant Adrià.

Las soluciones pueden tener consensos y tropiezos en cada época. Puig i Cadafalch y Cambó promovieron en 1903 el plan de Leon Jaussely que pretendía organizar el vínculo de los antiguos pueblos con la ciudad en expansión de la nueva metrópolis según el nivel social y el papel productivo de cada núcleo agregado. Treinta años después, en el marco de lo que significó el GATPAC, Josep Lluis Sert y Le Corbusier con el Plan Macià se plantearon soluciones para la metrópolis popular, menestral e industrial. Esta metrópolis que aspiraba al racionalismo quedaría engolada por los efectos de la guerra y la posguerra. Desde 1939 hasta 1975 más de 2.5 millones de personas abandonaron Andalucía, Extremadura, Galicia, Castilla para trabajar en Cataluña y cerca de 2 millones se instalaron en la provincia de Barcelona. Ciudades industriales con grosor propio (Badalona, Terrassa, Sabadell…) o pueblos donde convivían la agricultura y la industria (Molins de Rei, El Prat o Ripollet, por poner unos ejemplos) recibieron un baño de realidad muy difícil de gestionar. El área metropolitana —pequeña o grande— es hija directa de aquel crecimiento económico de la posguerra y del desorden social y urbanístico agravado claramente por la falta de unas instituciones políticas, sociales, sindicales y patronales sólidas y representativas.

También se podría decir que cuando en 1988 el alcalde de Barcelona Pasqual Maragall puso sobre la mesa el Plan Estratégico Barcelona 2000 señaló los objetivos de una metrópolis ambiciosa y no reconocida: ciudad competitiva internacionalmente; eje de la macrorregión del noroeste del mediterráneo; metrópolis basada en los servicios avanzados e incremento de la cohesión social. Hacía un año que el Parlament había aprobado las Leyes de Ordenación Territorial de Cataluña que suprimían la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), coincidiendo casi en el tiempo con la abolición del Greater London Council por parte de Margaret Thatcher. El presidente de la Generalitat Jordi Pujol estaba decidido a no permitir el liderazgo de Barcelona más allá de los estrictos límites municipales. Probablemente por convicciones personales y políticas y por exigencias del guión que ponía el control del urbanismo en manos del gobierno de la Generalitat.  Las Leyes de Ordenación del Territorio limitaron legalmente la acción metropolitana a dos entidades especializadas (transportes y medio ambiente), pero la respuesta de los alcaldes de la extinta CMB fue contundente: crear la Mancomunidad de Municipios Metropolitanos de Barcelona y, de hecho, las tres organizaciones actuaron bajo la marca Área Metropolitana de Barcelona. Se pueden dar pasos atrás, pero difícilmente actuar contra la lógica de los hechos.

El marco previo: con las elecciones municipales de 1979 había surgido una nueva generación de políticos que a través de la Corporación Metropolitana de Barcelona (heredera de la Comisión de Urbanismo y Servicios Comunes de Barcelona y otros municipios, qué eufemismo…) había puesto en marcha actuaciones para recostar el territorio, poner orden en el urbanismo, planear equipamientos, infraestructuras o vías imprescindibles. En el nuevo empuje democrático confluyó la experiencia de técnicos y profesionales diversos que dieron el paso a la política y a la gestión desde posiciones diferentes, pero con una compartida preocupación por el territorio como Pasqual Maragall, Ernest Maragall, Narcís Serra, Albert Serratosa, Joan Antoni Geli, Jordi Borja, Josep Miquel Abad entre muchos otros. otros. Buena parte de los nuevos gestores públicos habían participado en el hecho disruptivo que supuso la aprobación del Plan General Metropolitano de 1976 (revisión a la vez del Plan Comarcal de 1953) en que la batalla por el dominio del suelo se saldó con una cierta victoria de la racionalidad y en el que tuvo gran peso las opiniones de la ciudadanía organizada.  Desde el Colegio de Aparejadores (con la revista CAU) o el Colegio de Arquitectos hasta el CEUMT, Amigos de la Ciudad o la Federación de Asociaciones de Vecinos que contribuyeron a ofrecer una visión alternativa de la ciudad y el entorno.

No se puede perder de vista que la expansión de Barcelona —como la no expansión— se ha producido siempre en el marco un complejo entramado de intereses, reacciones y limitaciones. El franquismo impidió en Barcelona el crecimiento que impulsó abiertamente en Madrid anexionando los pueblos vecinos (Carabanchel, Chamartín, Canillas, Canillejas, Hortaleza, Vallecas, etcétera, etcétera): hoy lo que conocemos como Área Metropolitana de Barcelona o AMB tiene la misma extensión y población que la ciudad de Madrid. La Gran Barcelona que preconizaba el alcalde Josep Maria Porcioles, que unió muchos intereses industriales, financieros e inmobiliarios, se convirtió más en parte del problema, a pesar de la Carta Municipal, que de su solución.

La tarea de la generación metropolitana del 79 acaba de hecho en 2010 cuando el Parlamento de Catalunya, ya con el consenso de todos los grupos políticos en la cámara y en el ayuntamiento de Barcelona aprueba la ley de creación del Área Metropolitana (AMB) como nueva administración, con más competencias y recursos. A partir del año 2000 el Plan Estratégico de Barcelona adquiere una progresiva dimensión regional metropolitana y ahora participan más de 300 entidades económicas, sociales y culturales públicas y privadas. La asociación del Arco Metropolitano —integrada por siete capitales de la segunda corona con más de 700.000 habitantes— se ha convertido en la conciencia viva de la situación y recuerda cómo demasiado a menudo este país va tarde a la hora de abordar el futuro.

por Rafael Pradas, periodista

Hoy el hecho metropolitano de Barcelona ha adquirido un nivel de consenso como no había tenido en ninguna otra época. Todo el mundo se da cuenta de que sin perspectiva metropolitana difícilmente tendrán solución muchos de los problemas que comparten Barcelona y las ciudades de su amplio entorno (movilidad, vivienda, emergencia climática, inclusión social…) También se ve claramente que la realidad metropolitana fortalece muchas oportunidades económicas, sociales y culturales.  No siempre ha sido así.

El área metropolitana no es fruto del azar, pero tampoco nace de una voluntad predeterminada. Se va haciendo a lo largo de la historia, y la conciencia metropolitana, si se puede decir así, también es fruto de un largo y tortuoso proceso de maduración y de la intervención de ideas y voluntades. Y como todo proceso, con avances y retrocesos.

Se podría decir que cuando en 1841 el médico, higienista y educador Pere Felip Monlau publicó su famoso alegato «¡Abajo las murallas! «Contribuyó a emprender (de manera simbólica, hay que decir) un proceso que debía desembocar en el Ensanche de Ildefonso Cerdà que, a su vez, ponía también las bases de un incipiente fenómeno metropolitano. La Barcelona que se proyectaba sobre su plan, fuera de las murallas, tenía que resolver cómo encajar los viejos municipios, piezas primordiales del engranaje económico. Pero los pueblos de Santa Maria de Sants, Sant Andreu del Palomar o Sant Marti dels Provençals no tenían solamente como vecina la pujante Barcelona sino también L’Hospitalet, Santa Coloma de Gramenet o Sant Adrià.

Las soluciones pueden tener consensos y tropiezos en cada época. Puig i Cadafalch y Cambó promovieron en 1903 el plan de Leon Jaussely que pretendía organizar el vínculo de los antiguos pueblos con la ciudad en expansión de la nueva metrópolis según el nivel social y el papel productivo de cada núcleo agregado. Treinta años después, en el marco de lo que significó el GATPAC, Josep Lluis Sert y Le Corbusier con el Plan Macià se plantearon soluciones para la metrópolis popular, menestral e industrial. Esta metrópolis que aspiraba al racionalismo quedaría engolada por los efectos de la guerra y la posguerra. Desde 1939 hasta 1975 más de 2.5 millones de personas abandonaron Andalucía, Extremadura, Galicia, Castilla para trabajar en Cataluña y cerca de 2 millones se instalaron en la provincia de Barcelona. Ciudades industriales con grosor propio (Badalona, Terrassa, Sabadell…) o pueblos donde convivían la agricultura y la industria (Molins de Rei, El Prat o Ripollet, por poner unos ejemplos) recibieron un baño de realidad muy difícil de gestionar. El área metropolitana —pequeña o grande— es hija directa de aquel crecimiento económico de la posguerra y del desorden social y urbanístico agravado claramente por la falta de unas instituciones políticas, sociales, sindicales y patronales sólidas y representativas.

También se podría decir que cuando en 1988 el alcalde de Barcelona Pasqual Maragall puso sobre la mesa el Plan Estratégico Barcelona 2000 señaló los objetivos de una metrópolis ambiciosa y no reconocida: ciudad competitiva internacionalmente; eje de la macrorregión del noroeste del mediterráneo; metrópolis basada en los servicios avanzados e incremento de la cohesión social. Hacía un año que el Parlament había aprobado las Leyes de Ordenación Territorial de Cataluña que suprimían la Corporación Metropolitana de Barcelona (CMB), coincidiendo casi en el tiempo con la abolición del Greater London Council por parte de Margaret Thatcher. El presidente de la Generalitat Jordi Pujol estaba decidido a no permitir el liderazgo de Barcelona más allá de los estrictos límites municipales. Probablemente por convicciones personales y políticas y por exigencias del guión que ponía el control del urbanismo en manos del gobierno de la Generalitat.  Las Leyes de Ordenación del Territorio limitaron legalmente la acción metropolitana a dos entidades especializadas (transportes y medio ambiente), pero la respuesta de los alcaldes de la extinta CMB fue contundente: crear la Mancomunidad de Municipios Metropolitanos de Barcelona y, de hecho, las tres organizaciones actuaron bajo la marca Área Metropolitana de Barcelona. Se pueden dar pasos atrás, pero difícilmente actuar contra la lógica de los hechos.

El marco previo: con las elecciones municipales de 1979 había surgido una nueva generación de políticos que a través de la Corporación Metropolitana de Barcelona (heredera de la Comisión de Urbanismo y Servicios Comunes de Barcelona y otros municipios, qué eufemismo…) había puesto en marcha actuaciones para recostar el territorio, poner orden en el urbanismo, planear equipamientos, infraestructuras o vías imprescindibles. En el nuevo empuje democrático confluyó la experiencia de técnicos y profesionales diversos que dieron el paso a la política y a la gestión desde posiciones diferentes, pero con una compartida preocupación por el territorio como Pasqual Maragall, Ernest Maragall, Narcís Serra, Albert Serratosa, Joan Antoni Geli, Jordi Borja, Josep Miquel Abad entre muchos otros. otros. Buena parte de los nuevos gestores públicos habían participado en el hecho disruptivo que supuso la aprobación del Plan General Metropolitano de 1976 (revisión a la vez del Plan Comarcal de 1953) en que la batalla por el dominio del suelo se saldó con una cierta victoria de la racionalidad y en el que tuvo gran peso las opiniones de la ciudadanía organizada.  Desde el Colegio de Aparejadores (con la revista CAU) o el Colegio de Arquitectos hasta el CEUMT, Amigos de la Ciudad o la Federación de Asociaciones de Vecinos que contribuyeron a ofrecer una visión alternativa de la ciudad y el entorno.

No se puede perder de vista que la expansión de Barcelona —como la no expansión— se ha producido siempre en el marco un complejo entramado de intereses, reacciones y limitaciones. El franquismo impidió en Barcelona el crecimiento que impulsó abiertamente en Madrid anexionando los pueblos vecinos (Carabanchel, Chamartín, Canillas, Canillejas, Hortaleza, Vallecas, etcétera, etcétera): hoy lo que conocemos como Área Metropolitana de Barcelona o AMB tiene la misma extensión y población que la ciudad de Madrid. La Gran Barcelona que preconizaba el alcalde Josep Maria Porcioles, que unió muchos intereses industriales, financieros e inmobiliarios, se convirtió más en parte del problema, a pesar de la Carta Municipal, que de su solución.

La tarea de la generación metropolitana del 79 acaba de hecho en 2010 cuando el Parlamento de Catalunya, ya con el consenso de todos los grupos políticos en la cámara y en el ayuntamiento de Barcelona aprueba la ley de creación del Área Metropolitana (AMB) como nueva administración, con más competencias y recursos. A partir del año 2000 el Plan Estratégico de Barcelona adquiere una progresiva dimensión regional metropolitana y ahora participan más de 300 entidades económicas, sociales y culturales públicas y privadas. La asociación del Arco Metropolitano —integrada por siete capitales de la segunda corona con más de 700.000 habitantes— se ha convertido en la conciencia viva de la situación y recuerda cómo demasiado a menudo este país va tarde a la hora de abordar el futuro.

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