BARRACAS LITERARIAS EN LA BARCELONA METROPOLITANA: CANDEL, MARSÉ, JÒDAR Y CARTISANO
Por David Castillo
David Castillo i Buïls (Barcelona, 1960) es un poeta, periodista y escritor de largo recorrido y con una trayectoria sembrada de premios, como el Crexells por El cel de l’infern (1999), el Sant Jordi por No miris enrere (2001) o el Joanot Martorell por El tango de Dien Bien Phu (2019). Ha publicado en diversos medios de comunicación y siempre ha tenido una presencia muy activa en los círculos poéticos y literarios del país. Esta es su segunda contribución a RethinkBCN de una serie que girará alrededor de las relaciones entre la capital catalana y la literatura. La primera, publicada por Sant Jordi, la podéis leer clicando aquí.
A propósito del último artículo que escribí en Rethink –y casi siempre cuando se habla de la Barcelona literaria–, recibí diferentes reivindicaciones de autores que no había incluido en mi repertorio de nombres sobre la novela metropolitana. El más doloroso fue sobre mi amigo Francesc Candel, de quien acababa precisamente de hacer una conferencia en Esplugues dentro de la casa modernista Espluga Viva. Hacía pocos días, en el otoño de 2022, que la revista Sàpiens le había dedicado portada y dossier. Los recuerdos son tan intensos, que me cuesta mantener la calma ante la avalancha de afinidades y sesiones compartidas en el Avui o cuando hacíamos tertulias con el Josep Maria Huertas Claveria en los bares del paseo de Sant Joan. Candel no era sólo un escritor potente sino también una gran persona, bonhomía en estado puro y mirada clara siempre al lado de los pobres. Sólo hay que puntualizar que, cuando se presentó a las elecciones a senador en 1977, con Benedicto y Cirici, sacó más de dos millones doscientos mil votos, el segundo más votado de la historia de la democracia española.
La familia Candel emigró a Barcelona proveniente de una zona deprimida del País Valenciano. La población que emigraba entonces provenía mayoritariamente de Aragón, de Murcia y de Valencia. Se computa que llegaron más de quinientas mil personas por el impacto de la Exposición Universal del 1929. ¿Cómo podía una ciudad tan estrecha como la nuestra asumir estos retos migratorios? Pues convirtiendo todos los descampados de los barrios de Barcelona en enormes concentraciones de barracas, ya fueran en el Carmel, el Guinardó, en Montjuïc –las montañas–, pero también junto al mar por toda la línea de costa e, incluso, en la Diagonal, a pocos metros de la actual plaza Francesc Macià. Cuando los Candel llegaron a Barcelona en 1929 –él tenía dos años– había unas treinta mil barracas censadas, que se multiplicarían notoriamente en los cincuenta y sesenta hasta convertir la ciudad en una enorme favela con barrios alrededor. Los Candel se instalaron en una barraca de veinte metros cuadrados, en Montjuïc. Dos años después se trasladarían a las casas baratas de Can Tunis. Todo su imaginario, sin embargo, quedaría supeditado a estos lugares. Nunca abandonó los barrios de la Zona Franca y Montjuïc. De hecho, su hija María aún conserva la casa con la biblioteca y el Olivetti azul del maestro.
Tengo un buen puñado de libros de Candel, algunos son de su colección particular y mantienen las observaciones a lápiz que hacía para posibles reediciones. Su obra, como la de la mayoría de nuestros escritores, está descatalogada. Antes a menudo los encontrabas por los mercados de viejo y de segunda mano, ahora cuesta más. En 2020, Rúbrica con la Fundación Paco Candel presentó la edición catalana de Un ajuntament anomenat ells. Más allá de Els altres catalans, de 1964, hay otros títulos donde podemos encontrar una visión en primera persona del hombre. Títulos como Han matado a un hombre, han roto un paisaje, de 1963, donde no tenía problemas para afrontar la censura con frases: «Se estaban formando las primeras columnas de voluntarios. Partían hacia Zaragoza donde los fascistas habían triunfado». Como siempre, sin embargo, se centra en un conocido para explicar que se había alistado en los célebres Aguiluchos de la FAI. También me sorprendieron mucho Hay una juventud que aguarda, con prólogo magistral del estimado y olvidado también Tomás Salvador; Los que nunca opinan, con su tema fetiche de la mayoría silenciosa; Historia de una parroquia, un auténtico tratado de nuevo periodismo, con datos para hacer abrir los ojos a un muerto o Barrio, volumen con fotos de Luis Viadel, que constataba que todo el imaginario candeliano era tangible. Entre sus objetivos, en Hablemos sintetizaba, lo tengo subrayado, que había que «luchar contra la injusticia que nos rodea». Deia Candel que el lenguaje era una cosa viva. Resulta antológico el libro Petit món, que se podría considerar un resumen de su obra, con la presencia geográfica del Morrot, la Terra Negra, Can Tunis, Les Cases Barates del polígono Eduardo Aunós, Can Clos, el Polvorín o el enorme campamento de Can Valero, donde hoy está el multifuncional Palau Sant Jordi. Hablaremos en la segunda parte del artículo.
Candel dio voz a los que no tenían y salvó de la desaparición y el mutismo miles de almas que vinieron a salvarse a la ciudad y acabaron instalados en las barracas de la montaña y otros suburbios de la capital, entre los cincuenta y sesenta se cree que los inmigrantes superaban los dos millones. Precisamente un autor del que hablamos en el primer artículo de la serie, Julià de Jòdar, recuperó en 1929 –fecha de llegada de los Candel a la ciudad– para situar su novela Els vulnerables, donde plantea una revuelta anarquista en las barracas de Can Tunis, liderada por Joan Cartutxo, un gigante de dos metros que se había criado en las cuevas de Montjuïc que salen a Petit món de Candel. Las casas baratas o el barrio Chino era el destino soñado para nuestros antihéroes. Marsé situó a los barraquistas con el Pijoaparte en Ultimas tardes con Teresa o el hermano del Java de Si te dicen que caí, dos obras maestras.
No quiero dejar este reportaje encubierto sobre las barracas del área metropolitana sin recomendar una pequeña joya, la que escribió Miquel Cartisano, Las sombras se equivocaron de dueño, que salió en la editorial independiente Emboscall. Con frases cortas y puntos y aparte de pocas líneas, Cartisano recuperó sus vivencias y las de su madre, Pepita la de la CNT, Pepita el anarquista o Pepita la modista, en el campamento de Can Valero Petit, de Montjuïc, y unos años después en la calle Aurora del barrio Xino. Aparte del valor literario, se trata de un documento de alto nivel de la vida en el interior de las barracas. «A Petita la anarquista la respetaban porque hacía que la gente del lugar tuviera conciencia de la dignidad». Com feia Jòdar a la seva trilogia, els personatges principals són els nens Pata Palo, el Grabao, Azucena, el Mochuelo i el narrador, un pícaro que se busca la vida y que trabaja de aprendiz en la ciudad: «Y nació Can Valero Petit, sin quererlo, en la falda de Montjuïc. Y nació mi madre sin quererlo. Y yo abrí los ojos allí, sin desearlo.»
Recuerdo el bar Noche y Día, donde iba a hacer la gaseosa después de entrenarme en el viejo Estadio, en ruinas. Me enfriaba para no ir a las duchas llenas de hongos, con el suelo de color verde. En la televisión del bar pudimos disfrutar de las escapadas montañosas del gran Perico Delgado, poeta de la bicicleta. Todo aquel territorio, el de las barracas de Can Valero o de las del Carmel, se transformó definitivamente con las Olimpiadas. El esfuerzo de gente como Pasqual Maragall o del marginado Joan Antoni Samaranch, del que no se conserva ni la pequeña placa que había en el Ayuntamiento, y que ha sufrido injusticias anacrónicas y un linchamiento histórico. Cartisano, como otros cronistas –quiero pensar en Ferran Aisa y todo el trabajo que ha hecho por la memoria popular y de su barrio natal, el Chino–, lo resume a la perfección.: «Saltar de la nada a la pobreza es un triunfo inenarrable.»
Sintética y precisa, Las sombras se equivocaron de dueño está llena de aciertos y de citas subrayadas: «Las barracas de Montjuïc eran acuarelas en blanco y negro comparadas con el barrio del Raval… Las caras siempre tristes de sus habitantes completaban un entramado sombrío, que lejos de levantarte el ánimo te alentaba a mirar siempre hacia el suelo… El poder defecar sin mojarse los días de lluvia era todo un adelanto.»
Acabo con una cita del libro genial de Cartisano que ejemplifica la situación de mucha de la gente que llegó a Barcelona para sobrevivir y que visitaron las habitaciones del infierno: «En aquel tiempo no encontraba a faltar nada. Posiblemente porque lo desconocía todo.»
A propósito del último artículo que escribí en Rethink –y casi siempre cuando se habla de la Barcelona literaria–, recibí diferentes reivindicaciones de autores que no había incluido en mi repertorio de nombres sobre la novela metropolitana. El más doloroso fue sobre mi amigo Francesc Candel, de quien acababa precisamente de hacer una conferencia en Esplugues dentro de la casa modernista Espluga Viva. Hacía pocos días, en el otoño de 2022, que la revista Sàpiens le había dedicado portada y dossier. Los recuerdos son tan intensos, que me cuesta mantener la calma ante la avalancha de afinidades y sesiones compartidas en el Avui o cuando hacíamos tertulias con el Josep Maria Huertas Claveria en los bares del paseo de Sant Joan. Candel no era sólo un escritor potente sino también una gran persona, bonhomía en estado puro y mirada clara siempre al lado de los pobres. Sólo hay que puntualizar que, cuando se presentó a las elecciones a senador en 1977, con Benedicto y Cirici, sacó más de dos millones doscientos mil votos, el segundo más votado de la historia de la democracia española.
La familia Candel emigró a Barcelona proveniente de una zona deprimida del País Valenciano. La población que emigraba entonces provenía mayoritariamente de Aragón, de Murcia y de Valencia. Se computa que llegaron más de quinientas mil personas por el impacto de la Exposición Universal del 1929. ¿Cómo podía una ciudad tan estrecha como la nuestra asumir estos retos migratorios? Pues convirtiendo todos los descampados de los barrios de Barcelona en enormes concentraciones de barracas, ya fueran en el Carmel, el Guinardó, en Montjuïc –las montañas–, pero también junto al mar por toda la línea de costa e, incluso, en la Diagonal, a pocos metros de la actual plaza Francesc Macià. Cuando los Candel llegaron a Barcelona en 1929 –él tenía dos años– había unas treinta mil barracas censadas, que se multiplicarían notoriamente en los cincuenta y sesenta hasta convertir la ciudad en una enorme favela con barrios alrededor. Los Candel se instalaron en una barraca de veinte metros cuadrados, en Montjuïc. Dos años después se trasladarían a las casas baratas de Can Tunis. Todo su imaginario, sin embargo, quedaría supeditado a estos lugares. Nunca abandonó los barrios de la Zona Franca y Montjuïc. De hecho, su hija María aún conserva la casa con la biblioteca y el Olivetti azul del maestro.
Tengo un buen puñado de libros de Candel, algunos son de su colección particular y mantienen las observaciones a lápiz que hacía para posibles reediciones. Su obra, como la de la mayoría de nuestros escritores, está descatalogada. Antes a menudo los encontrabas por los mercados de viejo y de segunda mano, ahora cuesta más. En 2020, Rúbrica con la Fundación Paco Candel presentó la edición catalana de Un ajuntament anomenat ells. Más allá de Els altres catalans, de 1964, hay otros títulos donde podemos encontrar una visión en primera persona del hombre. Títulos como Han matado a un hombre, han roto un paisaje, de 1963, donde no tenía problemas para afrontar la censura con frases: «Se estaban formando las primeras columnas de voluntarios. Partían hacia Zaragoza donde los fascistas habían triunfado». Como siempre, sin embargo, se centra en un conocido para explicar que se había alistado en los célebres Aguiluchos de la FAI. También me sorprendieron mucho Hay una juventud que aguarda, con prólogo magistral del estimado y olvidado también Tomás Salvador; Los que nunca opinan, con su tema fetiche de la mayoría silenciosa; Historia de una parroquia, un auténtico tratado de nuevo periodismo, con datos para hacer abrir los ojos a un muerto o Barrio, volumen con fotos de Luis Viadel, que constataba que todo el imaginario candeliano era tangible. Entre sus objetivos, en Hablemos sintetizaba, lo tengo subrayado, que había que «luchar contra la injusticia que nos rodea». Deia Candel que el lenguaje era una cosa viva. Resulta antológico el libro Petit món, que se podría considerar un resumen de su obra, con la presencia geográfica del Morrot, la Terra Negra, Can Tunis, Les Cases Barates del polígono Eduardo Aunós, Can Clos, el Polvorín o el enorme campamento de Can Valero, donde hoy está el multifuncional Palau Sant Jordi. Hablaremos en la segunda parte del artículo.
Candel dio voz a los que no tenían y salvó de la desaparición y el mutismo miles de almas que vinieron a salvarse a la ciudad y acabaron instalados en las barracas de la montaña y otros suburbios de la capital, entre los cincuenta y sesenta se cree que los inmigrantes superaban los dos millones. Precisamente un autor del que hablamos en el primer artículo de la serie, Julià de Jòdar, recuperó en 1929 –fecha de llegada de los Candel a la ciudad– para situar su novela Els vulnerables, donde plantea una revuelta anarquista en las barracas de Can Tunis, liderada por Joan Cartutxo, un gigante de dos metros que se había criado en las cuevas de Montjuïc que salen a Petit món de Candel. Las casas baratas o el barrio Chino era el destino soñado para nuestros antihéroes. Marsé situó a los barraquistas con el Pijoaparte en Ultimas tardes con Teresa o el hermano del Java de Si te dicen que caí, dos obras maestras.
No quiero dejar este reportaje encubierto sobre las barracas del área metropolitana sin recomendar una pequeña joya, la que escribió Miquel Cartisano, Las sombras se equivocaron de dueño, que salió en la editorial independiente Emboscall. Con frases cortas y puntos y aparte de pocas líneas, Cartisano recuperó sus vivencias y las de su madre, Pepita la de la CNT, Pepita el anarquista o Pepita la modista, en el campamento de Can Valero Petit, de Montjuïc, y unos años después en la calle Aurora del barrio Xino. Aparte del valor literario, se trata de un documento de alto nivel de la vida en el interior de las barracas. «A Petita la anarquista la respetaban porque hacía que la gente del lugar tuviera conciencia de la dignidad». Com feia Jòdar a la seva trilogia, els personatges principals són els nens Pata Palo, el Grabao, Azucena, el Mochuelo i el narrador, un pícaro que se busca la vida y que trabaja de aprendiz en la ciudad: «Y nació Can Valero Petit, sin quererlo, en la falda de Montjuïc. Y nació mi madre sin quererlo. Y yo abrí los ojos allí, sin desearlo.»
Recuerdo el bar Noche y Día, donde iba a hacer la gaseosa después de entrenarme en el viejo Estadio, en ruinas. Me enfriaba para no ir a las duchas llenas de hongos, con el suelo de color verde. En la televisión del bar pudimos disfrutar de las escapadas montañosas del gran Perico Delgado, poeta de la bicicleta. Todo aquel territorio, el de las barracas de Can Valero o de las del Carmel, se transformó definitivamente con las Olimpiadas. El esfuerzo de gente como Pasqual Maragall o del marginado Joan Antoni Samaranch, del que no se conserva ni la pequeña placa que había en el Ayuntamiento, y que ha sufrido injusticias anacrónicas y un linchamiento histórico. Cartisano, como otros cronistas –quiero pensar en Ferran Aisa y todo el trabajo que ha hecho por la memoria popular y de su barrio natal, el Chino–, lo resume a la perfección.: «Saltar de la nada a la pobreza es un triunfo inenarrable.»
Sintética y precisa, Las sombras se equivocaron de dueño está llena de aciertos y de citas subrayadas: «Las barracas de Montjuïc eran acuarelas en blanco y negro comparadas con el barrio del Raval… Las caras siempre tristes de sus habitantes completaban un entramado sombrío, que lejos de levantarte el ánimo te alentaba a mirar siempre hacia el suelo… El poder defecar sin mojarse los días de lluvia era todo un adelanto.»
Acabo con una cita del libro genial de Cartisano que ejemplifica la situación de mucha de la gente que llegó a Barcelona para sobrevivir y que visitaron las habitaciones del infierno: «En aquel tiempo no encontraba a faltar nada. Posiblemente porque lo desconocía todo.»
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